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Bellas Artes

Desde el palenque

Por: Aída Bueno

ARTÍCULO. (Versión digital)

La obra de Víctor Alexis Puig es desnuda, hiriente, instigadora; una manera de pintar que grita a través de la explosión del color y en la que las miradas lo dicen casi todo. Lo que no parece discutible es que su arte pertenece a la corriente del expresionismo alemán, pero todo lo demás pudiera discutirse. Las técnicas y los materiales que utiliza son como él, cimarronas, novedosas, experimentales, extremas.

Puig pinta como quien se alza y se va al monte; y desde ese lugar ya no tiene que dar explicaciones a nadie. Destila de su obra, además de esos colores inclasificables, una suerte de pureza que no comparte nada con lo ingenuo, un minimalismo que prueba su manera particular de acercarse al arte: el arte como salvación, como la única posibilidad de vivir en paz consigo mismo y la fe ciega en la incorruptibilidad de cada obra que sale de su mano.

Víctor Alexis pinta como si cada pincelada fuera la última, aun sabiendo que quizá no será. Observo en la iconografía de sus obras y en el tratamiento del color una especie de rusismo tropical, que entronca con un impresionismo caribeño que invita a grandes maestros del arte a conocer los ambientes habitados, esos mundos que pueblan sus obras y que solo él consigue ver, en un primer momento. Recorrer su obra es acercarse a todos los estados de ánimo con los que ha confrontado en su carrera como pintor: miedo, angustia, desesperación, desgarro. Puig ha pintado las verdades que, en Cuba, su país natal, llevan a los hombres, sobre todo a los hombres negros, a la cárcel cuando son dichas. Por eso mismo su país le proscribió como pintor.

Su existencia como pintor en la isla era tan inaceptable como la de un cimarrón que en vez de irse al monte se paseara libre, por delante de la casa del amo. No solo el contenido de sus obras, sino cada título, era un pronunciamiento provocador, un desacato que el régimen jamás permitiría. Por eso, los primeros sobornos para dejarle exponer vinieron de la mano de peticiones de permuta de títulos con relación a algunas de sus obras, pero, incluso si el título cambiara, la mirada de sus personajes sería igualmente instigadora, sangrante y brutal. En un país que se ha convertido en una cárcel dentro de otra cárcel, que mantiene amordazada y condenada al silencio a la población, y que encarcela cualquier atisbo de disidencia.

¿Quién podría mirar una obra como 1994, Miedo, o Los que van a morir te saludan, y no percatarse de que detrás de cada pincelada hay un cimarrón, un hombre negro que pinta?

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