« Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas.
-Y la encontré amarga.
-Y la injurié»
Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno
Tanto en lo material como en lo espiritual, el siglo XIX fue un período de importantes avances para la humanidad. Siglo de revoluciones con dos caras: las de signo político (1820, 1830, 1848) que llevaron al poder —anteriormente en manos de la monarquía— a la burguesía triunfante; y la revolución industrial, que —aunque ya había hecho eclosión en la centuria anterior— sólo alcanzó su apogeo en los primeros cincuenta años del diecinueve, dando paso al capitalismo y su espectacular tecnología.
En lo filosófico, la decimonovena centuria se caracterizó por ser hogar de grandes pensadores: Schopenhauer, Nietzsche, Spencer, Kierkegaard, Hegel, Feuerbach, Bakunin, Marx —y otros nacidos a lo largo de ella— que fijaron su atención, por primera vez, en problemas que aún carecían de respuesta. Una de las corrientes predominantes la ofreció el positivismo de Augusto Comte (1798-1857), que intentó afrontar la realidad mediante la razón con el objeto de someterla a sus leyes. Otra, la ofreció Carlos Marx (1818-1883) con sus estudios sobre la naturaleza del capitalismo, reflejada en su obra cumbre: El capital (1867). En las artes plásticas, la invención de la fotografía provocó un verdadero seísmo que despojó, a los géneros que la integran, del privilegio de haber sido, durante siglos, dueños absolutos de la representación humana y su entorno. Hubo creadores (entre ellos Baudelaire) que la rechazaron creyendo que su aparición provocaría la decadencia de la pintura, pero lo que trajo fue una revolución en el mundo de las artes visuales. Los inventos, pero sobre todo las nuevas ideas filosóficas y políticas, contribuyeron a que el artista dejara atrás una visión conformada por viejas obsesiones mitológicas y románticas para plantar cara a la realidad, que pasó a ser el centro de sus debates.
Si el realismo en arte fuera sólo la «representación objetiva de la realidad basándose en la observación de los aspectos cotidianos que brindaba la vida de la época»¹, y no fruto de una elaboración intelectual muy compleja, vinculada a la realidad sociopolítica de su tiempo, jamás habría sido lo que fue. Si, para llegar a ser un pintor realista bastara con un simple acto de mímesis, el planeta estaría lleno de pintores de esa escuela, pues las ideas estéticas no son manifestaciones espontáneas, ajenas al sentir y al pensar. Y el realismo surge de / y con los cambios mencionados más arriba, que dieron forma y sustancia al arte y a la literatura de aquellos días. En Francia, el realismo nace con el derrocamiento de la monarquía de Luis Felipe y la proclamación de la II República de 1848. Y es justamente, en un período de apenas 23 años (1848-1871) cuando tienen lugar los acontecimientos más trascendentales de todo el siglo en esa nación2. Es probable que nunca antes una corriente artística hubiese logrado incidir más en el plano social; y es probable que, hasta la aparición de las vanguardias históricas, no haya vuelto a suceder lo mismo, porque el realismo, en las artes plásticas francesas, se convierte en un ariete que golpea los valores de un régimen en franco declive; un régimen que intenta legitimarse mediante guerras imperiales exaltadas luego con monumentos a la gloria militar.
Era natural, entonces, que «en un período como ese, la realidad también constituyera el problema central en la producción estética, desde la poesía hasta las artes figurativas»3. De modo que las polémicas tenían que dirimirse en torno a un asunto que —al margen de cómo se entendiera y posteriormente se representara— exigía ser despojado del lastre de la subjetividad, si es que tal cosa es posible. De Micheli pretende aclararlo citando palabras de Goethe: «Todas las épocas de regresión y disolución -dice el poeta alemán- son subjetivas, mientras todas las épocas progresistas tienen una orientación objetiva»4. Y añade que, para Courbet como para los jóvenes que en diciembre de 1861 le pidieron que abriera una escuela realista, «lo bello, al igual que la verdad, está ligado al tiempo en que se vive y al individuo que está en condiciones de percibirlo», y el arte consiste sólo en «saber encontrar la expresión más completa de la cosa existente»5.
Como cabe esperar, el realismo halló una furiosa resistencia en la estética «oficial» que establecía límites y rechazaba las obras que mostraran «una originalidad demasiado independiente» o bien «una ejecución demasiado atrevida» que pudiera ofender los ojos de aquella sociedad6. Por esa razón, ningún otro artista de su época recibió tantos insultos por parte de sus detractores como Courbet. En ellos se le calificaba de vulgar y su obra de obscena. El pintor se defendió diciendo que el título de «realista» le había sido impuesto como a los pintores que lo antecedían «el título de románticos». Y añadió: «Yo he estudiado al margen de cualquier idea preconcebida el arte de los antiguos y de los modernos. No he querido imitar a aquellos ni copiar a estos. Tampoco mi intención ha sido la de alcanzar la ociosa meta del arte por el arte». Y concluye diciendo que su propósito era «ser no sólo un pintor sino también un hombre; en una palabra, hacer arte vivo, ese es mi objetivo»7. Y a pesar de ser tan denostado, aquel pintor recibió numerosos galardones, entre ellos el de la Legión de Honor, en 1870, que —como cabía esperar— rechazó por sus ideas antimonárquicas.
No hay una estética que levante tanta suspicacia como el realismo. Lejos de ser entendida como una escuela ya superada, continuamos percibiéndola como defensora a ultranza de normativas con trasfondo político. De hecho, todas las revoluciones sociales de nuestra época8 han querido engendrar algo que, en esencia y con pocas variantes, ha sido similar al del siglo XIX. Pero, ¿qué culpa tienen los pintores afiliados a esa corriente de que la Historia les haya reservado ese destino? Rodeado de enemigos políticos, a Courbet sus ideas lo llevaron, primero a la cárcel, después al exilio, sin contar la injusticia de tener que pagar de su bolsillo los gastos de reconstrucción de la columna Vendôme, que él nunca ordenó derribar. Durante el juicio que se le siguiera a él y a otros 16 miembros de la Comuna de París, el pintor fue mal defendido por un mediocre abogado de Le Figaro, que acabó por abandonarlo a su suerte sin que hubiese concluido el proceso. Cumplida la sentencia, Courbet huyó a Suiza donde logró rehacer su fortuna «a golpe de obras maestras», entre las que figuró un busto de la República que la ciudad de acogida «elevó en un pedestal en la plaza mayor»9.
Para Courbet el realismo fue, en esencia, un modo diferente de entender la finalidad del arte con el reflejo directo de su entorno sociopolítico. Es una mirada dirigida a los nuevos protagonistas de sus lienzos: picapedreros en plena labor (pintados a tamaño natural), campesinas robustas, retratos de hombres y mujeres, amigos y familiares del pintor, paisajes de Ornans (pueblo donde naciera en 1819) y sus alrededores, escenas de entierros, autorretratos… Y en la cima, con sus 359 x 598 cm, una obra tan monumental como polémica: L´Atelier du peintre —El taller del pintor— (1854-1855), verdadero fresco de la realidad social y política de la Francia decimonónica. Más que una pieza pictórica, concebida con absoluta maestría artística, parece una lección de historia que presagia lo que acontecería luego en el país.
En la obra de Courbet la mujer ocupa un lugar importante. Pero él no pinta a las representantes de la nobleza y la alta burguesía; la suya es una mujer más sencilla, casi siempre carnal y llena de vida, sensual y en esencia mucho más libre, concebida lo mismo para el placer que para el trabajo cotidiano y duro. Si en la narrativa francesa, de Zola a Maupassant, la prostituta representa el ideal de una mujer aparentemente libre, pero en el fondo explotada y humillada por su condición de mercancía sexual, en El origen del mundo el sexo femenino se convierte en símbolo de un nuevo tipo de mujer, la misma que concibe Rimbaud en su carta al poeta Paul Demeny: «Cuando sea destruida la infinita servidumbre de la mujer —expresó el joven poeta—, cuando viva por y para ella, habiéndole dado el hombre —hasta ahora abominable— lo que le adeuda, ¡será poeta, ella también! ¡La mujer encontrará lo desconocido! ¿Los mundos de sus ideas diferirán de los nuestros? —Ella encontrará cosas extrañas, insondables, repelentes, deliciosas; nosotros las tomaremos, las comprenderemos»10.
En el Salón de 1853, Courbet exhibió por primera vez Bañistas, un cuadro donde apenas trasciende el modo de representación de los clásicos. Algo, no obstante, habría ya de novedoso que despertó el rechazo de un grupo de espectadores entre los que se encontraban Merimée y Gautier. La mayor parte de sus desnudos los concibió apenas en un lustro: el que va de 1865 a 1870. A él pertenecen La mujer del papagayo, Las tres bañistas y El origen del mundo.
Con sus apenas 55 X 46 cm, no hay, en la Pinacoteca universal, nada parecido a El origen del mundo (1866), ni otra obra que impacte con tanta fuerza. La mirada mejor intencionada intenta ver en ese óleo una exaltación de la feminidad; los ojos maliciosos, una pieza altamente erótica. Los grandes museos evitan, al parecer, exhibirla, y París tuvo casi que esperar el final del siglo XX para decidirse a hacerlo. ¿Qué hay, en el cuadro de Courbet, que no sea lo que es?
Para intentar explicarlo, diremos que el pintor francés exhibe allí tres de sus principales cualidades como artista: delicadeza, destreza y atrevimiento. Obviamente, cualquier encargo de ese tipo constituye un reto y se comprende que exija mucho talento y pericia artística para no caer en el lugar común. No obstante, las obras maestras de este género suelen ser ambiguas porque se niegan a revelar fácilmente su significado artístico. Diríamos más: se resisten a ser clasificadas según un tipo único de interpretación. Es lo que sucede con El origen del mundo. Se dice que, una vez pintado, el cuadro fue adquirido por un anticuario en una subasta, y que, a partir de entonces, permaneció oculto en algún sitio. Hasta 1981, cuando pasó a manos del Estado francés, que lo mantuvo «almacenado» hasta 1995. Tras ciento veintinueve años de miedo, falso pudor, secretismo, prejuicio y censura (y otros catorce de almacenamiento), la obra de Courbet parece haber hallado, al fin, en el Museo de Orsay, una pared que la exhiba. Queda claro entonces que, sea cual sea su signo, nada importante desaparece de la memoria colectiva. Y la única lección —si es que alguna se puede ofrecer— es que, en arte, los ismos pasan, pero la obra queda. •
1. Pilar de Miguel Egea: «Del realismo al impresionismo». Historia del Arte nº 41. Historia 16, 1989, pág. 6.
2. En síntesis: la guerra franco-prusiana, la derrota del ejército imperial, el derrocamiento del régimen de Napoleón III, la instauración de la III República y, finalmente, la Comuna de París de 1871,
3. Mario de Micheli, Las vanguardias artísticas del siglo XX, pág. 7).
4. Ob. cit., pág. 8.
5. Ob. cit., pág. 10.
6. Ob. cit., pág. 12.
7. Pilar de Miguel Ejea, (pág. 17).
8. Con excepción de la soviética, al menos durante el período comprendido entre la toma del Palacio de Invierno y anterior al estalinismo.
9. Lissagaray, (pág. 543).
10. Rimbaud, Segunda carta del vidente, dirigida a Paul Demeny, 15 de mayo de 1871.
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