Calar el mundo interior

La obra de Patricio Rodríguez

Por: Ángel Alonso

Una obra de arte se deriva de otras, no puede nacer de la nada, pero cuanto más auténtico es un artista, así de particular y genuino será lo que produzca. Este es el caso de Patricio Rodríguez (1980). Entre tanto lugar común, entre tanta repetición de esquemas e ismos, es difícil encontrar a un creador con un camino verdaderamente propio, y lo personal en el arte depende mucho de la honestidad. Mirar hacia lo profundo de uno mismo significa oponerse a lo competitivo, implica aprender de los colegas con humildad pero sin necesidad de ponerse «a tono» con ellos. Y estamos ante una obra que lo primero que comunica es esa capacidad de su autor para mirar hacia dentro y mantenerse fuera de la superficie, fuera de las prometedoras olas que imitando los arquetipos derivan en estereotipos.  

Bajo esa educación eurocentrista y sesgada que llamamos Historia del Arte, establecemos parámetros a la creación que condicionan nuestra lectura ante cualquier objeto artístico. Digamos que si hago óleos sobre lienzos no corro el riesgo de que me llamen artesano pero sí en el caso de hacer, por ejemplo, ceniceros de cerámica. 

El ejemplo resulta extremo, ya que un cenicero es algo utilitario, pero en este puede haber mucha más originalidad y talento que en un cuadro, puede ser una verdadera obra de arte; al mismo tiempo, si me comporto de manera reiterativa y mecánica pintando al óleo estaré actuando entonces con la mentalidad de un artesano.

En el caso del papel calado, técnica milenaria que se remonta al siglo XVI en China, también tenemos la tendencia a considerarla una «manualidad», pero cualquier recurso es igualmente válido a la hora de enfrentar la creación artística, y este es el principal medio expresivo en el que Patricio ha desarrollado gran parte de su contundente y madura obra. Es mediante la utilización de tan antigua y tradicional técnica que logra una obra que nada tiene de arcaica, que es contemporánea a plenitud.

Estamos ante un lenguaje de extrema complejidad, no solo por el cuidado que necesita la realización de esta obra, sino por los peligros que corre al desarrollarse en un medio tan proclive a ser catalogado como artesanía, por esa miopía tan extendida que atribuye las etiquetas según el material utilizado. 

A través de sus calados, el artista emite un discurso cuya máxima enjundia no está en lo representado sino precisamente en el modo de representar. Él no necesita «crear» una figuración, sino que es su proceder lo que identifica sus figuras; va recogiendo los motivos por donde pasa y según lo que vive, como en aquella serie de las calacas, que inmediatamente relacionamos con El día de los muertos, celebración tradicional de México, país que sin duda lo ha influido como artista, ese mismo México en el que Buñuel encontró un surrealismo mucho más natural que el del propio movimiento. 

Lo que Patricio representa es sólo una de las pistas para conocer su obra, y no la más importante, pues mucho más significativo para desentrañarla puede ser volver a aquel viejo texto que nos enseñó dónde buscar más allá de la imagen: El ademán de dirigir nubes1. Allí descubrimos cómo los contenidos de la obra de arte residen también en el material utilizado, su contexto, la escala, quién es su autor y los suplementos verbales del mismo, lo que dice el crítico de ella y varios otros aspectos que se han de tener en cuenta para su lectura. Frente a una obra como esta lo primero que nos llega a la mente es la palabra delicadeza, y con ella otra: fragilidad; son obras cristalinas, que parece que se van a romper, como si fuesen delicadas copas o quebradizos vitrales.

Es todo lo contrario a lo que sucede con Anselm Kiefer, por ejemplo, cuyas obras de plomo hacen de su dureza y peso algo intrínseco a su discurso. Aquí es precisamente el temor a que se rompa la pieza lo que nos atrapa, la fragilidad la torna más valiosa. El hecho de que parezcan necesitar mucho cuidado hace que extendamos nuestra mirada con la avidez de aprovechar ese instante, de quedarnos con algo de ellas ante el temor de que desaparezcan. Y como de tanto calado se tornan barrocas y hay tanto que ver en cada imagen, no queremos apartar la mirada. Y es que el momento de mirarla parece como si pudiera ser muy efímero, se hace corto con tanto recorrido para el ojo y para la mente, y provoca un placer muy grande porque nos induce a una especie de hipnosis, y por inercia seguimos mirando pero sin forzar la mente, sin necesidad de encontrar una explicación. ¡Y… se agradece tanto! ¡Se agradece tanto en nuestros tiempos tan permeados de explicaciones!

La laboriosidad de estas obras provoca un asombro y una admiración semejante al que nos causan los mandalas de arena que hacen los monjes del Tíbet. Podemos detenernos en el diálogo de signos que recoge -algunos provenientes del campo del diseño, como ciertas manos que señalan-, podríamos intentar descodificar lo que sus figuras humanas, a veces zoomorfas, nos quieren comunicar, pero lo que más salta a la vista es que se trata de una práctica espiritual, y la entrega que esta demanda no puede encontrar su verdadera motivación en el mundo exterior, porque todo lo que puedan alcanzar a ver nuestros ojos es muy pequeño comparado con la infinitud que podamos descubrir si miramos hacia dentro.

1._ El ademán de dirigir nubes. (On the Manner, of Addressing Clouds.) Thomas McEvilley / Publicado por primera vez en la revista Artforum, Junio, 1984.

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