Bellas Artes
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En Para una arqueología del silencio: la ontología de la víctima[1] había esbozado algunos argumentos en torno a la idea de antropofagia, entendida como la voluntad y la capacidad que los sistemas totalitarios ejercen desde una violencia no siempre declarada. Una violencia que se ejerce ya no solo desde el poder político, sino desde la destrucción de los cuerpos. Estas nociones me llevaron a pensar en el concepto de «antropofagia totalitaria» a partir del cual se establece una violencia arquetípica tanto en el plano físico como moral. Recordemos que «el control de la sociedad sobre los individuos no se operó simplemente a través de la conciencia o de la ideología, sino que se ejerció en el cuerpo, y con el cuerpo[2]». De ahí la categoría que he llamado violencia ontológica que nos permite analizar a la víctima desde el «entendimiento» de la deshumanización moral y física. El sujeto tiene que desaparecer de la memoria del otro que no es otra cosa que la muerte ontológica del sujeto social, «cuando ya no quedan testigos, no puede haber testimonio. […] Están prohibidos el dolor y el recuerdo[3]».
Si se entiende esto, se entiende entonces por qué la historia de la nación cubana está llena de ausencias. El discurso totalitario ha vaciado, como bien diría Rafael Rojas, el estante de libros, que es también una manera de vaciarlo de sujetos para alimentar la desmemoria.
Si Louis A. Pérez Jr. en To Die in Cuba: Suicide and Society[4] coloca a la víctima en el centro de una reflexión sobre el fenómeno del suicido, su análisis disecciona el cuerpo del suicida en una sociedad donde esta práctica ha adquirido no solo connotaciones existenciales y sentimentales, sino que se ha constituido —como en casi todos los sistemas totalitarios— en el modo en que se ejecuta una agenda política. Sin embargo, Pérez Jr. pasa por alto el hecho de que morir en Cuba es también experimentar una muerte dilatada a lo largo de la vida, una vida consumida por un sacrificio inútil, por una niñez plagada de carencias y cenas simbólicas atestadas de vacío. Una vida escamoteada por la muerte travestida.
Éxtasis y lujuria, pero también olvido, silencio, marginación, miedo y humillación, son «pares» categoriales para pensar una sociedad que ha hecho del cinismo un modo de vida, y donde la impunidad no ha sido otra cosa que un modo de sofisticación del poder político. Escatología, necrofilia y antropofagia, son también categorías fundamentales para pensar el cuerpo muerto de la nación cubana, ya sea desde la historia, las artes visuales y la literatura.
Mark Grei publicó hace unos años The Age of the Crisis of Man: Thought and Fiction in America, 1933–1973[5] en donde fundamentaba que el verdadero impacto en el pensamiento social y filosófico en los EE.UU está ocurriendo, no en la filosofía, la historiografía o la sociología, sino en la literatura de ficción. Un estudio en torno a esta tesis sería pertinente, pero me anticipo a afirmar que al menos desde cierta literatura y desde los campos de las artes visuales, muchos creadores cubanos están haciendo más que muchos historiadores y sociólogos sindicalizados y apócrifos.
La historia de la nación cubana ha sido históricamente una suerte de espejismo ontológico que ha cobrado forma en la conciencia de cierta intelectualidad; imaginar la nación no ha sido solo un recurso febril, ha sido también el modo a partir del cual el carácter apócrifo de un entendimiento, ha validado una narratividad desde la infamia y la falacia.
Desde los criollos patricios, los barbudos de verde-olivo resguardando bajo el sobaco su adoración al marxismo, los revolucionarios inflamados que entre izquierda, derecha e izquierda engolan su voz hipostasiando memorias, los intelectuales progresistas, los opositores orgullosos de ingenuidad sin memoria histórica y con vocación de diálogo, los inadaptados sociales tanto adentro como afuera, los ambiguos, seres oblicuos y oportunistas, entre tantos otros, todos y cada uno de ellos se han aferrado a un proyecto de nación imaginada, a una nación que solo se materializa en un deseo festinado e ideológico. Identidad deformada por el apócrifo discurso nacionalista que, como buen autócrata, no sabe que va desnudo.
¿Cómo pensar el cuerpo de la nación cubana si exoneramos de esta analítica nociones como escatología, necrofilia y antropofagia?
El peso simbólico de la nación imaginada ha generado una narratividad febril, anclada en una secularidad histórica y proto-nacionalista. Cuba nació como un imaginario, como un modelo de paraíso. Hoy más que nunca se hace indispensable ensayar en las zonas periféricas, en esos nichos, en esos reductos de misticismo que han prevalecido y establecido una idea falsa de nación, una idea falsa de país, una idea errada de pueblo, una noción raquítica del destino. Ensayar en esas zonas limítrofes solo es posible si nos sumergimos en el marabusal escatológico que ha sido la estructura invertebrada de esta nación, noción que desemboca en eso que Lino Novas Calvo llamó «cuerpo líquido» y que hoy, más que un cuerpo, es una ampolla fétida.
Julio Lorente y Raychel Carrión, han comenzado a exhumar los restos simbólicos de una nación, de un territorio a la deriva, de una nación que intentó nacer, pero que naufragó, una «nación» que ha sobrevivido, que es en todo caso una manera de mal vivir y que hoy más que nunca regresa a una deriva envilecida.
Si Julio Lorente ha centrado su indagación visual en el cuerpo iconográfico de la nación, es decir, en aquello que nos constituye desde una ideología política y que termina conformando una idea de nación como artificio; Raychel Carrión, ha hecho del sujeto nacional un campo donde lo patológico adquiere un carácter ilustrativo una vez que muestra en lo que nos hemos convertido. Indistintamente, ambos trazan una suerte de isomorfismo en torno a la crisis de representación simbólica y política que ha envilecido a la nación cubana en los últimos sesenta años y de la cual, un sujeto ha tomado su fisonomía.
Si la muerte, la idolatría, el carácter atávico de los sentimientos, el olor a formol, la desmemoria, la momificación, la atemporalidad, la carne, la isla de carne, la carne podrida, el héroe en negativo, la solemnidad habitada por moscas, la desacralización de los símbolos, la sangre, lo post-mortem, la rabia, la ingravidez, el mesianismo, el negro, el vacío, la sensación de «como el pasado se parece al futuro» son algunas de las pistas para comprender la obra de Julio Lorente; en Raychel Carrión los recurso no son menos siniestros. El cuerpo atrofiado, ampollado, victimizado por la violencia, el cuerpo desgastado, desahuciado, carente de identidad, el cuerpo sodomizado, muerto, revivido, mutilado en la carne, el cuerpo que no vive sino sobreviven en su siniestra deformidad, anticipan la muerte en vida, una muerte que destierra el anhelo del descanso eterno. Los actantes de Raychel Carrión son «muertos vivientes», zombis, seres consumidos y congregados por una maldición.
Julio Lorente y Raychel Carrión no se andan con paños tibios, y lo digo pues cada uno de ellos, a su modo, llaman las cosas por su nombre; sus obras adolecen de las hipérboles recurrentes, y es precisamente esto lo que más me interesa de estas visualidades.
Tanto los sujetos de la iconográfica ideología, así como las víctimas y los victimarios, todos lucen sus uniformes militares, sus grados, sus instrumentos de tortura, sus técnicas de estrangulamiento. No hay en ellos una sublimación del conflicto, una búsqueda eufemística para aminorar la corrosiva represión, en todo caso, la represión, sin rubor, nos muestra su rostro.
Si en De cómo el pasado se parece al futuro, 2009, Fidel Castro y José Martí se miran uno frente al otro abrigado por un silencio perturbador, un silencio que pone en perspectiva dos ideas diacrónicas de nación, en Antropofagia Martí abraza un pedazo de carne que termina simulando al Sagrado Corazón para más tarde ensayar en torno al cuerpo necrosado, un cuerpo como «vitalidad taxidemica», una imagen del Apóstol que no es otra cosa que la adoración siniestra a la muerte «religio mortis». Julio Lorente recupera un recurso del pop-art y como Raul Martinez, serializa en Sombra cíclica la patética imagen de un Martí, que momificado, termina siendo un recurso recurrente en el imaginario de aquellos que, como él, también están muertos. Los sujetos del totalitarismo —aunque no todos lo reconozcan, sobre todo cuando se trata de antologías— ocupan un lugar especial en la búsqueda visual de Julio Lorente. Poco importa si la imagen que se refracta viene del espejo de Dorian Grey o del espejo de Grimhilde; los espejos no mienten, por eso en Magic Mirror, 2022, el cristal se quiebra ante la fuerza terrible de Fidel Castro. En Julio Lorente hay una profunda inversión simbólica como recurso poético, una inversión que no es otra cosa que un positivo resentimiento generacional como cotejara Ernesto Hernández Busto. La diferencia —con los otros— radica en el cuidadoso reconocimiento de quienes han sido sus referentes, sus pautas genealógicas en un país que ha lobotomizado el imaginario social y político y ha impulsado desde la cultura una filosofía del tuerto en un reino de los ciegos.
La revisión histórica de una proyección política que desde el poder se hace del arte, ha tenido en la obra de Julio Lorente un espacio fundamental de significación, de ahí la fascinación que siente por la obra de Piotr Belov de la cual recupera recursos estilísticos, o la pintura testimonial y apocalíptica de Romero Ressendi, o la obra de Tomás Esson; a lo que habría que añadir su transgresión analítica a áreas como la sociología política, la antropología, y el pensamiento filosófico que terminan canalizándose en ensayos, reseñas, artículos para revistas y libros.
Raychel Carrión no hace menos, pero hay que decir que lo hace desde el arte, y lo hace sobre todo desde un manejo delicado y rotundo, profuso y detallado del dibujo, un dibujo que contrasta a la realidad desde sus laceraciones. Claro que desde el dibujo se destila un ejercicio de pensamiento, pero el dibujo canaliza sobre todo una perspectiva sensorial que me atrevo a conjeturar, es lo que más le importa a Carrión. La morfología del dolor, el sentido de la asfixia, el coro estridente de quien fustiga, el otro visto a través de los ojos de sí mismo, la sangre en las manos, los sujetos degollados, no necesitan una elaboración conceptual para establecer lo que Gerardo Muñoz en su epílogo llama «ignominia» que no es más que una manera de decir, se hace presente.
Raychel Carrión hace evidente el carácter de un sistema que se expresa a través de una voluntad antropofágica; el mismo sistema que ha hecho de su condición totalitaria una normatividad secular, destruye los cuerpos, sin ellos no hay testimonio, sin ellos no hay memoria.
Las obras más recientes de Raychel Carrión son nuestros Desastres de la guerra, solo que la guerra no existió, sin embargo, formó parte de ese imaginario febril que ha nutrido la narratividad histórica y nos han hecho parecer o padecer el síndrome «plaza sitiada».
Discrepo —positivamente con Gerardo Muñoz—en torno la argumentación de contenido, forma y diagramas como condición operativa en el entendimiento de la obra de Raychel Carrión. Su lectura no puede ser sino que política, no solo porque abiertamente lo es, sino porque no pretende otra cosa, además, no hay pudor por escamotear este sentimiento y está bien que así sea, aunque —claro está— este no es un juicio reduccionista. Es como cuando leemos Conversación en la Catedral, el conflicto político opera la dinámica de cada uno de los personajes y, sobre todo, el tiempo en los que estos interactúan. Por eso en la década del setenta, había que forrar, seguramente con algunas páginas de alguna revista soviética el libro para poder leerlo en público. O cuando leemos «Soldados de Salamina» de Javier Cercas donde el conflicto político del «guerracivilismo» es una fijeza en el ADN político y en la cultura española.
Si antes habíamos advertido el carácter desacralizador en las visualidades de estos artistas, cabe advertir también, en sintonía con Franz Oppenheimer, que la desacralización deposita la idea de poder en su antinomia ontológica. Lo cual significa que hay un grupo que ejerce la dominación de forma criminal en donde la muerte tiene un rol aglutinante sobre la quebradiza individualidad del sujeto, lo cual da como resultado un sentimiento luctuoso que lo permea todo.
Sigo pensando que la argumentación debería estar en desentrañar precisamente los diagramas de estos dispositivos, de estos instrumentos, pero, sobre todo, de cómo nuestro entendimiento procesa la naturalización de la violencia. Ya sabemos que cuando el cuerpo pierde su identidad, termina siendo un pedazo de carne, por eso los sujetos de Carrión no están vivos. Quizás por eso su reducción cromática enfatiza la propulsión de una violencia enquistada en los extremos. Por eso las imágenes exploran una genealogía del martirio, el vía crucis del sujeto a-islado, al que se le ha negado la vía lucis.
Julio Lorente y Raychel Carrión son dos creadores visuales, pero, sobre todo, son el pretexto a través de los cuales se puede dilucidar cómo, escatología, necrofilia y antropofagia no siempre son nociones «claras» en la ya de por sí poco imparcial y ubicua cultura cubana de dentro y fuera de la isla. Insinuar otra cosa, es condimentar aún más la falacia sobre la cual se ha erigido una narratividad histórica, ideológica y cultural. Finalmente, una antología real del totalitarismo, debería partir de un criterio más inclusivo, con el solo propósito de no reproducir los mecanismos que una vez, nos hicieron huir de nuestro país. •■
1._ https://hypermediamagazine.com/literatura/ensayo/silencio-victima-ensayo-totalitarismo/
2._ Foucault, 2017:377
3._ Arendt, 2014:548
4._ Pérez, L. A. (2005). To die in Cuba: Suicide and society. UNC Press Books.
5._ Greif, M. (2015). The age of the crisis of man. In The Age of the Crisis of Man. Princeton University Press.
6._ Rialta mediante su Serie FluXus acaba de editar el catálogo «La lenta hemorragia» con un epiilogo de Gerardo Muñoz.
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