En La tierra que ensucia las manos Gaspar Burón nos regala su memoria vital, su memoria creadora.
Esta obra es un principio, un punto cero en el que el artista arranca cargado de experiencias pasadas y presentes, pero que es diferente a todos sus otros trabajos, aunque estos también se inspiran en jardines, recuerdos y en el renacer que nos provoca el cuidarlos y evocarlos. Es diferente porque nace de la tierra, del movimiento que sus manos imprimen en ella dándole su particular soplo de vida cuando la trabajan.
Primero se nos presenta el negro, el negro vacío, el negro ausencia, después sentimos como irrumpe la luz, el color. Poco a poco, tímidamente, sin apenas notarse, los trazos van poseyendo la obra, la arañan con sus uñas, la muerden, la seducen con sus dedos, la modelan.
Esos lienzos hablan cuando se miran, cuentan su periplo de la Nada a la Luz. Explican la vieja historia del hombre, cómo los creadores se ensuciaron con el polvo de la vida por primera vez. Relatan ese alumbramiento. Nos recuerdan que siempre llegamos al mundo con las manos vacías y el tiempo nos las va llenando de tierra, de las motas infinitas en las que se convierten las alegrías y las penas.
Gaspar Burón sabe muy bien lo que hace y adónde va porque sus propias manos nacieron del barro, de ese polvo cósmico del que formamos parte todos, y a ese barro sagrado vuelven cada vez que trabajan.
Su obra nos recuerda que el hombre se hizo hombre cuando empezó a cuidar del Paraíso que le fue dado, antes tan solo existía. Seguramente lo primero que hizo fue tocar la tierra en la que se apoyaba, al hacerlo debió de sentir algo extraño, ya conocido, como si no fuera la primera vez que lo hacía.
Sus cuadros nos transportan a una experiencia ya vivida en otros mundos, en el tiempo de los dioses, quizás en el de los muertos. Hace que sintamos el primer aliento en la piel, el que nos infundió la vida. Porque en las volutas de sus trazos, en el contraste de sus formas y colores está la memoria de todos los seres vivos, de los animales, de los pájaros, de los peces y de las piedras.
Hay un poema de Pedro Salinas que encaja y define con sutil delicadeza el sentido de esta creación, qué mejor que presentar un fragmento para reunir y entender esas dos sensibilidades. Se titula La memoria en las manos y empieza así:
Hoy son las manos la memoria.
El alma no se acuerda, está dolida
de tanto recordar. Pero en las manos
queda el recuerdo de lo que han tenido.
Recuerdo de una piedra
que hubo junto a un arroyo
y que cogimos distraídamente
sin darnos cuenta de nuestra ventura.
Pero su peso áspero,
sentir nos hace que por fin cogimos
el fruto más hermoso de los tiempos.
A tiempo sabe
el peso de una piedra entre las manos.
En una piedra está
la paciencia del mundo, madurada
despacio.
En estos momentos de incertidumbre en los que la humanidad se interroga sobre su futuro no como algo lejano sino inmediato, en los que nos volvemos a sentir frágiles y vulnerables como cuando éramos niños, Gaspar Burón no es ajeno a esas inquietudes, las transforma en esta serie artística, las anima a volver a la tierra de una manera pausada y cálida, porque ante lo que acontece ya no nos valen «las falsas alas de la prisa», como dijo Salinas, quizás estar quietos, muy quietos, volver a ser la piedra que encierre la paciencia del mundo.
Esperar y ver, ensuciarnos las manos de tierra, separar los dedos y mirarlas, quizás podamos creer que están vacías, pero si nos paramos a pensar en la de extraños universos y realidades que se apoyan en ellas el mundo nos concederá el privilegio de hacernos sentir lo que de verdad somos y entender que nuestro mayor mérito es formar parte del Todo, fundirnos con él.
Eso es lo que consigue Gaspar Burón con La tierra que ensucia las manos, una explosión, un éxtasis, alegría y también algo de tristeza, porque Crear siempre es morir un poco.
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