Si la inteligencia artificial va sustituyendo y superando al talento humano, ¿cuál será el futuro de la creación artística?
De ser así podrá reemplazarla por entero en las hipótesis y conjeturas sobre la forma, los límites y las cualidades del espacio, así como también en la reflexión obligada sobre los atributos de los objetos con los que se hallan estrechamente ligadas. La suplirá asimismo en ese modelo utópico e interior que todo artista persigue a lo largo de su obra y quehacer y que se hace transparente a través de estilos y temáticas (Vaquero Turcios).
Ya no podremos decir que el estilo es una especie de riego sanguíneo que vivifica a la obra, al margen de toda metodología, porque se verá incapacitado para determinar la realidad, esa realidad insondable de la que tenemos que ir extrayendo signos y símbolos que han de ser intensamente significativos.
¿Será posible, por consiguiente, que todo ese ingenio de electrodos y chips sea capaz de emular al artista y haga visible esa realidad que él elabora y configura de manera unilateral y misteriosa en lo más profundo de su oscuridad interior? Pues hasta ahora teníamos la convicción de que sabíamos que nuestra relación con lo real es de especie análoga a la que mantenemos con los espíritus: el resultado de una invocación no siempre atendida -¿es también una premonición similar a las de Nietzsche?
Por lo tanto, seguramente la locura en el hombre como artificio, como producto de la implantación progresiva de nanotecnologías y demás técnicas, a la que se puede llegar, será sensatamente ocultada -nos viene a la mente Kierkegaard- en orden a la consecución de un enloquecimiento del mundo entero.
¿Dónde quedará la aspiración a expresarse por sí mismo por parte del autor? ¿Incluso en qué podrá convertirse ese anhelo desesperado y trágico? En nada, absolutamente en nada.
¿Habrá que desterrar, entonces, aquel convencimiento de Auguste Rodin en que «el verdadero artista expresa siempre lo que expresa a riesgo de atropellar los vestigios establecidos»?
Hasta puede sobrevenir el momento en que se desvanezca el significado de aquella frase de Antonin Artaud respecto a que «allí donde otros exponen su obra yo solo pretendo mostrar mi espíritu».
Quizás permanezcan algunos artistas que vuelvan los ojos a ese mundo que ha sido olvidado y traten de rescatar unos medios de conocimiento que siguen considerando legítimos aunque hayan sido condenados. Y que al mismo tiempo, a través de la contemplación y disfrute de la totalidad en sí que son las obras de arte, nos proporcionen un consuelo a nuestra dramática vida en un planeta alejado, disperso y desgajado en fragmentos.
El mexicano Jaime Sabines lo ratificaba como una sospecha:
«¡Qué tiempo este, maldito,
que revuelve las horas y los años,
el sueño y la conciencia,
el ojo abierto y el morir despacio!»
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