Un placer conocerle, señor Gambardella
Por Marta María de la Fuente Marín
Por Marta María de la Fuente Marín
La Grande Belleza (Paolo Sorrentino, 2013) es un viaje psicológico que conduce a la reivindicación del alma de Gep Gambardella (Toni Servillo) quien, tras determinadas experiencias, parece encontrar lo que el título del filme adelanta.
Pero es un viaje que el espectador comparte con el protagonista justo a partir de la celebración por todo lo alto de su cumpleaños sesenta y cinco. En medio de la frivolidad de una fiesta que presenta su interactuar con disímiles personalidades de la sociedad romana actual, toma conciencia del paso implacable del tiempo y se desata en él la primera de las reflexiones decisivas, que se irán alternando en el filme con el devenir cotidiano de su estilo de vida superfluo. Esto muestra que ha sido capaz de mantener inmune su espíritu crítico, a pesar de moverse en un ambiente decadente, y justo por eso llegar a ser una suerte de rey de la mundanidad.
El primer acercamiento que hace el personaje a su yo verdadero, a su privacidad psíquica, se encuentra en aquellos recuerdos donde se halla el germen de su porvenir como escritor. Se dio cuenta de que estaba destinado a la sensibilidad desde el instante en que sus respuestas, suspicaces, se diferenciaban de las demás. Y que para un ser altamente sensible, el sentido integral de la vida se descubre en la búsqueda perenne de la belleza.
De los derechos de autor por L’apparato umano, el único éxito en su carrera literaria, paga las rentas; pero en su presente se limita a participar en una revista cultural. Gambardella no solo elige vivir en Roma, sino el disfrute de las ruinas del Coliseo, a los pies de su terraza. Parece permanecer tan aferrado al momento en que publicó su obra como Roma, a su historia. Da la impresión de que cada vez que mira el Coliseo, se ve a sí mismo, una ruina bella, pero ruina al fin, de un tiempo de esplendor.
A partir de la apreciación incesante de lo antiguo y anclado en la nostalgia del pasado, Gambardella construye un disfrute rutinario del presente en el que destaca la belleza que emerge de la persistencia y de la sobrevivencia en el tiempo, otra metáfora con la que aúna el momento actual de su vida con el presente de la ciudad.
Quizá lo que sacude la modorra de Gep, lo que va catalizando sus búsquedas, son las pérdidas. La primera es la muerte de Elisa, su gran amor de juventud, la inspiración de su obra maestra. Lo es, sobre todo, porque solo tras su muerte y a través de su esposo, se entera de que siempre fue correspondido pero, por alguna razón, nunca aceptado. Lo mueve ese rechazo que queda todo el tiempo en el incógnito, la curiosidad que le genera.
El proceso de pérdida continúa con el suicidio de Andrea (Luca Marinelli), el hijo de Viola (Pamela Villoresi) y el duelo de cierre lo propicia la muerte de Ramona (Sabrina Ferilli), hija de un amigo. Lo acerca a ella la curiosidad sembrada del destino de sus ingresos que, según su padre, parecen caer en un pozo sin fondo. Se abre a ella mucho más que ante otros, pero aun solo muy cerca del final se entera de que la asediaba una enfermedad sin rostro. Tres muertes de personas muy cercanas, dos de ellas mucho más jóvenes que él, le hacen tomar conciencia de lo efímera que puede ser la vida, de lo implacable del paso del tiempo.
Gep, alguien que promedia la séptima década de su vida y se hace acompañar de un circo de personas patéticas y huecas en la pasarela que es la sociedad romana, desfila entre figuras cuyos rasgos comunes son la hipocresía, las falsedades y las mentiras. Unas se engañan a sí mismas dedicando su existencia a la lucha contra el tiempo para eternizar la belleza, ya sea través de la cirugía estética o por el obturador de una cámara. Otras engañan a los demás para recibir el aplauso fácil: la artista que embiste contra la gomaespuma simulando quebrar su cabeza.
El talante de estas figuras cala profundamente en Gep, quien no puede evitar reprocharles cuando se pasan de una raya imaginaria. Una mirada de desaprobación, el abandono de un lecho y fuertes respuestas desmitificadoras a Stefania y a Bellucci: desmienten la felicidad aparente de Stefà apuntando que sus hijos han sido criados por otra persona, su marido está enamorado de otra mujer y los libros que escribe son inútiles; interrumpe el discurso culinario del Cardenal ante sor María (Giusi Merli), acusándolo de su incapacidad para satisfacer las necesidades espirituales de los creyentes. Esas reacciones de Gambardella, diluidas a lo largo del filme en la frivolidad de la vida mundana, pero cada vez más intensas, es otra de las sutilezas que muestran quién es él realmente.
La esencia de la sensibilidad de Gambardella se recrea en la película a través de otro elemento construido mediante una red isotópica: el de la curiosidad. Gep se pregunta quién es realmente su vecino; por qué Elisa, si verdaderamente siempre estuvo enamorada de él, optó no elegirlo, o qué es lo que hace la hija de su amigo con su dinero. Y se encarga de buscar respuestas, aunque a veces se le nieguen o, simplemente, lleguen sorpresivamente a él. Trata de acercarse a su vecino, aunque este lo rechaza; pero al final descubre que es un delincuente muy buscado; vuelve a casa del viudo de Elisa en busca del diario de ella, para esclarecer ese capítulo de su vida; se acerca a la hija de su amigo, se gana su confianza y obtiene finalmente la respuesta que ansiaba.
La susceptibilidad de Gambardella, desde el punto de vista estético, se construye a través de su incapacidad de ser ajeno a la curiosidad. Y es premiado, o sorprendido, varias veces: por el deseo de sor María de conocerlo personalmente a partir de la grata impresión que dejó en ella la lectura ya lejana de su novela o por los flamencos que se posan en su terraza como mágicamente.
La sensibilidad de Gep a la belleza en parte recuerda a la de Alejo Carpentier, quien la representa en su teoría sobre lo real-maravilloso. Se trata de observar detenidamente la realidad para de vez en cuando descubrir en ella algo tan sorprendente que parezca extraído de la ficción de un libro. Quizá una muy buena metáfora es la de la jirafa que desaparece como parte de un truco. Es un truco, pero desaparece. Es justo en ese acto donde radica la belleza: en la imposibilidad de explicar el cómo. Se manifiesta de igual forma en aquel que guarda las llaves de los palacios de Roma. Pero donde verdaderamente cobra una dimensión más profunda, casi mística, es en el descubrir una bandada de flamencos desayunando con los restos del banquete de la noche anterior en su terraza, sobre todo, porque muestra a una sor María no desde la mística del discurso –piénsese en el homenaje vacuo con que se la presenta- sino desde una actuación que resulta sorprendente -¿cómo es posible que conozca de cada uno su nombre propio?- y que aparece apoyada también por la toma de palabra.
El recorrido espiritual de Gep llega a su clímax en su interacción con La Santa, luego de que ha desenmascarado a Bellucci y ha logrado que ella, al fin, lo distinga del fondo de su vano homenaje. Ella es lo místico, el paso del tiempo, la belleza, el verdadero sentido de la vida, la experiencia, lo más cercano a lo eterno -¡104 años!- que ha encontrado en el mundo terrenal. El verdadero tributo a La Santa se revela en el momento en que en voz propia –y no de su vocero, a veces percibido pedante admirador, que la acompaña- revela que la doctrina de fe demanda dolor y sacrificio: «La pobreza no se cuenta, se vive». Y eso se debe a su sensibilidad. Más se sorprende cuando la encuentra dormida en el suelo, a los pies de su cama. Una vez más, como con la jirafa, saber u oír se representa distinto y distante que ver y sentir.
La secuencia de la monja en casa de Gep –piénsese que la santificación, según la iglesia, representa el ideal de vida católico, la máxima expresión de la belleza de la espiritualidad humana, el máximo grado de cercanía a Dios desde la vida terrena- es un reconocimiento de la sensibilidad del personaje, que se siente más fuerte en la medida en que el discurso cinematográfico descubre que es movida sobre todo por la voluntad de ser de una manera –la ascensión.
A Gambardella y a la misionera, de maneras muy distintas, los une la sensibilidad y la voluntad –de buscar, uno; de ser, la otra-. Es una unión que para ambos representa revelaciones: en Gep simboliza a la persona que le hace considerar que la religión puede ser más que un truco, y con eso le abre la puerta definitiva a lo sagrado a través de la pregunta sobre el verdadero motivo por el que puso su carrera literaria en pausa. Lo sagrado son las respuestas y las nuevas preguntas. Por eso sor María lo induce a seguir su proceso de autoconocimiento, porque «las raíces son importantes», y de seguir su vida –mirar siempre adelante y no atrás, aunque ya se sienta el peso de los años- y esa idea es acompañada por el partir de los flamencos y la imagen impensable de ellos sobrevolando las ruinas del Coliseo.
La vida se construye día por día. En La Santa lo escuchó y lo vio. En la exposición del fotógrafo que presenta una instantánea de cada uno de los días de su vida, se representa visualmente el transcurso, lo efímero y lo sorprendente de una mirada a la vida desde ese punto de vista, sobre todo porque el soporte son ruinas que parecen inmortales.
El discurso sobre la mortalidad y la inmortalidad es la llegada al entendimiento del viaje solitario que representa la vida. Todo pasa y las personas se van sin que nadie pueda aferrarse a ellas perennemente, por eso el protagonista comprende la manera en que lo innecesario para la purificación del espíritu es efímero, dejándolo siempre a solas con su alma, con lo realmente imperecedero, con lo que siempre queda. Logra darse cuenta que la conquista de la belleza se halla en comunión con lo inmortal.
Debido a eso era imprescindible que se enfrentara a sus raíces, a ese recuerdo en el que por tanto tiempo permaneció inmortalizado como un joven de veinticinco años. Al final, retorna a la Costa Concordia, consciente de sí mismo y del paso de los años, donde una joven, su auténtica inspiración, espera para cobrar vida de nuevo, como un recuerdo, una ausencia que se reflejaba constantemente en cada rostro y cuerpo, en cada una de las alegrías y las miserias del resto de la vida que Gambardella hubo de vivir sin ella. Gep se proyecta al pasado en busca de las respuestas que necesita, pero logra, de una vez por todas, hacerlo desde el presente para darle una orientación definitiva a su futuro. Tal vez era momento de que comenzara su segunda novela.
Para morir solo basta con estar vivos; pero para vivir no basta con estar vivos. El sentido de la vida radica en encontrar aquello que inspira a transgredir los márgenes de la superficialidad, que en la postmodernidad parece estar a la orden del día. Ese es el discurso que el director propone en la voz de su protagonista, pues a través de la disolución de contenidos importantes en pequeñas dosis que se van intensificando hasta alcanzar un clímax y de las redes isotópicas de la muerte, la invención, la soledad, articula un nuevo nivel sobre lo mortal y lo inmortal: un tema viejo de una forma nueva, un tema que, aunque sabiendo a donde va a llegar, atrapa por la curiosidad de cómo será su recorrido: el tema como Roma, la forma como Gep.
Bibliografía:
Fuentes escritas:
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Fuentes digitales:
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Nuñez, M. A. (30 de diciembre de 2013). CineDivergente. Recuperado el 1 de noviembre de 2017, de CineDivergente: http://www.cinedivergente.com
Kiosco Online. Ejemplar 27 Revista Artepoli Primavera 2020
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