Trasladarnos de un lugar a otro, soportar nuestro propio peso, correr, escapar, saltar… Poblar el mundo. Nada de eso hubiera sido posible sin el milagro de nuestras piernas; extremidades inferiores que aseguran nuestro contacto con la tierra. Desde esa noción antropológica, prefiero introducir una obra que no necesita explicaciones, porque contiene en sí misma sus códigos y símbolos, sus obsesiones y manías, repetidas una y otra vez hasta el cansancio, pero jamás agotadas.
Las piernas constituyen sin duda una de las obsesiones poéticas más recurrentes en la obra de mi padre, Moisés González Acosta. No son tratadas allí como un elemento más de lo real, sino insertadas en un mundo que desafía constantemente la lógica. Sus roles van más allá de las funciones vitales de transportar, sostener o equilibrar. Las piernas ahí se ramifican, crecen y se conjugan junto a otras partes del cuerpo para formar nuevos engranajes. Organismos que caminan con la cabeza o los hombros… Bajo esas condiciones se ha ido gestando un código de lo irreal, dónde lo más importante es la liberación del cuerpo, y de las ataduras que han estado condicionando a ese cuerpo durante décadas. Una de esas ataduras es precisamente la realidad.
Mi padre es un hombre que no soporta la realidad. La considera un sitio demasiado pobre, dónde el cuerpo está limitado a proporciones y circunstancias determinadas. De ahí que busque incesantemente subvertirla, desafiarla y renovar sus metáforas. La crítica especializada y el público en general, darán disímiles respuestas. Pero yo le conozco bien —o eso creo— sé que en el fondo sus cuadros constituyen un acto de desobediencia. Pura rebeldía ante las leyes físicas y «anatómicamente correctas» de lo real. Creo que esa es la primera pista para entender sus pinturas: un mecanismo subversivo que se alimenta de irrealidad y belleza.
Sin embargo, no es el único. Sumado a la irrealidad también está el dolor. El cuerpo de mi padre, como todos los cuerpos, también contiene dolor. Me gusta pensar que ese dolor va mezclado a un elevado sentido de la belleza. Y que por ende, se expresa en sus pinturas con cierto lirismo, con las delgadas líneas que atraviesan la piel de sus figuraciones como si fueran tatuajes. Si no, de qué otro modo explicar la sensualidad y el erotismo que demuestran sus cuerpos.
Ese dolor se expresa también en las superposiciones y amputaciones de tejidos y carnes. Se trata de un dolor fantástico y al mismo tiempo real. El público o la crítica especializada podrán decir muchas cosas, pero yo que le conozco bien —o eso creo— sé que el dolor tiene que ver con las guerras por las que pasó en la lejana África. En algún lugar de esa geografía, mi padre debió haber visto una pierna suelta, separada de un cuerpo, y otro cuerpo separado de un brazo, o una cabeza. Si se piensa bien, son infinitas las conjugaciones porque en la guerra el cuerpo es como un puzzle. Creo que allí radica la segunda pista para entender la obra de mi padre, que en cierto modo quiere volver a armar este puzle, cuyas huellas se niegan a desdibujarse. Cada pincelada puede ser un intento de juntar las partes, y volver a integrarlas en un cuerpo.
Por eso me gusta pensar que mi padre aprendió a caminar con la cabeza y a ponerse los pies en cualquier parte, y que hace lo mismo en sus lienzos. Su dolor es un dolor compartido. Es el dolor de una generación amputada, cortada y regada como las piezas de un rompecabezas. Quizás eso llegue a explicar, en cierta medida, la fragmentación recurrente en sus pinturas, los espacios, los cortes, las distancias, y hasta algunos colores.
Es la única forma que encuentro para entender la aparición del rojo en las últimas obras de la nueva serie a la que mi padre ha llamado: Código 60. El rojo nos salpica desde que llegamos al mundo, estuvo y está presente en cada guerra, y solo se agotará en nuestra muerte (al ser sustituido por el negro). Se trata de un color activo y vivificador, que de algún modo también engloba a una generación. Me gusta pensar que esa generación es la de mi padre, la de muchos cubanos nacidos en 1960.
Hoy día sabemos que una generación no es simplemente un conjunto de hombres unidos por una época, o un contexto social determinado. Una generación también está en las miradas, los gestos, los modos de hacer y entender el mundo. Y por qué no, en los colores… Todo eso encierra un conjunto indescifrable de signos y símbolos al que llamamos código. Por lo general, este se alcanza cuando se ha vivido mucho, y aun así, se permanece inconforme con la realidad. •
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