Bellas Artes
El filósofo alemán Theodor Adorno sostenía que el arte auténtico no debe limitarse a complacer al espectador, sino que debe confrontarlo y perturbarlo, haciendo que se cuestione sus propias creencias y percepciones; manifestaba que la obra de arte debe ser una experiencia que nos sacuda y nos haga reflexionar sobre nuestra existencia y nuestro entorno. ¿Acaso lo desagradable no puede ser también una forma de trasmitir ideas y emociones? Esta reflexión nos lleva a cuestionar los límites de la estética tradicional y a considerar que lo grotesco, lo perturbador o lo incómodo, pueden ser válidos en la comunicación artística.
La obra de Miguel Ángel Salvó (Holguín, 1971) es inclusiva, anti-dogmática; en ella cabe lo mismo una figura recogida de la observación que otra imaginada, conviven aquí la realidad y la fantasía, lo tangible y lo intangible. Casi nunca encontramos un creador cuya estructura mental sea tan amplia como para fagocitar tanta información —externa e interna—y condensarla en imágenes intencionalmente irritantes. Sí, un cuadro puede ser al mismo tiempo repugnante y hermoso, como el Saturno devorando un hijo, de Goya. Y es que lo desagradable nos sacude, nos despierta, nos interpela.
Salvó aglutina —en una suerte de ensamblaje dinámico y a través de complejas conexiones entre los más variados referentes— todo aquello que le permite expresarse desde las más inimaginables honduras de su ser. Manifiesta el artista que concibe su obra como una pintura cristiana, no en un sentido tradicional, ni mucho menos contenedora de obviedades fáciles de interpretar, sino «metida en los debates filosóficos contemporáneos de los apologistas cristianos». Conociendo esta complejidad y sabiendo que, como dice Cortazar, el espectador se encuentra «al otro lado del puente» no intenta controlar su recepción, sino que rehuye de todo tipo de didactismo y plasma, con destreza y control, la avalancha de pensamientos que pasan por su mente, mediante todo lo que puede retener de las imágenes que capta.
Esta actitud, en la que diversos recursos se agolpan unos a otros, como las penas de una vieja canción(1), influye en la cualidad provocadora de su aparente hermetismo. Es la pregunta lo que interesa al artista, no aquella respuesta fácil de las obras panfletarias, es el cuestionamiento lo que enaltece su muy especial manera de comunicarse. Y esto sucede de manera natural, porque se trata de una acción sin artificios. Por muy racional que parezca, no se trata de una estrategia que persiga un fin determinado, sino un lanzamiento múltiple de su propuesta al campo de todas las posibilidades, esa área infinita de la que hablan los físicos cuánticos. Y es que podemos encontrar en un mismo cuadro varias realidades paralelas, encarnadas en diversas herencias de la historia del arte.
Su juego es lanzar los dados, el del espectador es desarrollar la partida; pero sabe que las probabilidades pueden medirse y solo en apariencias son infinitas. Su falta de trucos es su truco, su transparencia es su fortaleza. Y es que cuando una imagen crece desde las vísceras no deja espacio para las poses. Salvó no pone una carnada para que mordamos el anzuelo: lo muestra directamente. Lo curioso es que igualmente lo mordemos.
El rigor técnico es obvio, pero está claro que se trata de un virtuosismo sin afeites, sin alarde. Nadie dice Wow! —que es por lo que apuesta Jeff Koons—, tampoco nos estacionamos en la superficie de la forma, ni nos enamoramos de su pincelada; está el autor bien lejos de estas pretensiones, más bien nos mueve el pensamiento, nos hace fruncir el ceño en busca de un entendimiento, viaje en el que nos sumergimos sin demasiada orientación.
En cada una de sus piezas, Salvó nos invita a adentrarnos en un mundo lleno de contrastes y dualidades, donde la belleza y la complejidad se entrelazan de forma exquisita. Sus obras desafían al espectador a cuestionar su propia percepción de la realidad, llevándolo a explorar nuevos horizontes y descubrir formas no convencionales de interpretar el arte, y es que tiene la capacidad de trascender fronteras y conectar con las personas a un hondo nivel.
Con su profundo conocimiento del arte, explora la sociedad y la introspección personal. La confrontación visual y emocional de obras como Shadow ban (Prohibición de la sombra) provoca una fuerte reacción en el público. El injerto entre los dos rostros resulta brutal; nuestra primera reacción es apartar la mirada, como si estuviésemos en presencia del hombre elefante(2), y es que la obra de Salvó tiene mucho de cinematográfica, de ahí sus frecuentes figuras en blanco y negro y sus escenificaciones con los personajes mirando al espectador (como en un documental). A menudo las figuras parecen tomadas por una cámara, a una distancia muy parecida a lo que en campo del cine se define como plano americano.
En Apaga la tele y enciende tu clítoris el artista dialoga con Velázquez, y cuestiona los cánones de belleza cuando le dice: «¿Te parece guapa?», aquí quien parece hablar es un personaje de lengua descomunal que recuerda a Gene Simons, el «demonio» de Kiss, quien afirma —en la cita que encabeza este artículo— la capacidad del arte para catalizar aquello que en la vida resultaría inmoral, superfluo o prohibido. Y si esto se acepta en el campo del cine o de la música, la licencia del artista plástico va aún más allá, recordemos las exploraciones de tantos artistas contemporáneos al confrontar al espectador y sacudir sus percepciones, obras que desafían lo convencional y nos obligan a mirar más allá de lo obvio, a explorar nuevas dimensiones de la experiencia estética.
Salvó nos invita a reflexionar sobre temas incómodos y tabúes que muchas veces preferimos ignorar. Se trata de un artista sagaz, que elige muy bien cómo poner el dedo en la llaga al abordar los más controversiales temas sociales.
1._ Se hace referencia aquí a un fragmento de la canción La Tarde, de Sindo Garay:
«Las penas que me maltratan
Son tantas que se atropellan
Y como de matarme tratan
Se agolpan unas a otras y, por eso
No me matan».
2._ El hombre elefante (The Elephant Man) es una película británico-estadounidense de 1980 basada en la historia real de Joseph Merrick, llamado John Merrick en la película, un hombre gravemente deformado que vivió en Londres durante el siglo xix. La película fue dirigida por David Lynch.
Comenta el artículo. Gracias