Literatura
Minotauro en extinción
recorriendo el laberinto,
famélico, y por instinto
buscando una solución.
Así voy, con la adicción
de querer saciar la duda
existencial, la que exuda
este sistema suicida.
Quiero encontrar la salida,
sin el hilo, sin ayuda.
Un poemario es siempre un laberinto, partamos de ahí. Un laberinto con todo lo que de borgiano tiene el término (o más bien, adquirió en el siglo XX); un laberinto de palabras y signos con un hilo invisible: el silencio. Eso, todo poemario. Pero un poemario escrito en décimas, un Decimario, es un laberinto dentro de un laberinto, un laberinto con más laberintos dentro, sobre y bajo y junto a los laberintos del lector, de cada lector, que entra sospechando, dudando, desconfiado. Aquí estamos nosotros. Y el poeta es a la vez Teseo y Minotauro, hilo de Ariadna y Ariadna sin hilo, sombra y luz, agua y sed, aquí y ahora. Ovidio. Por eso no me asombra este libro y a la vez me emociona, o mejor, me enorgullece. Su autor es cubano, como yo, y ha encontrado, como yo, la forma de quitarle a la décima todos sus achaques formales y formalistas. La ha liberado de su música intrínseca, para darle otra música, menos musical, más críptica, más laberíntica. Llegan entonces los poemas pictóricos , filosóficos, eróticos. Por eso para Ovidio la irrealidad «es la musa que me labra / un hipnótico erotema» y al final de esa misma décima afirma, rotundo
y certero, «Cada noche aquí, en Europa, / yo soy Poe y ella el cuervo». Todas búsquedas, o mejor, todos hallazgos.
Una décima modélica en este libro es, sin duda, esta, una estrofa culterana y dialogada, autorreferencial, inteligente.
Baudelaire vino conmigo,
trajo las Flores del mal,
y sin ser intencional,
de su genio fui testigo.
Me dijo: —Bello castigo
el morir siendo poeta.
Y yo le dije: —Profeta,
quiero esa «muerte anunciada»,
aunque en mi viaje a la nada,
no merezca esa etiqueta.
Es la poesía posiblemente una de las pocas actividades humanas en las que (y perdonen el juego de palabras) la admiración genérica genera un generoso ejercicio de pudor. Poetas que no se reconocen o no se atreven a reconocerse poetas hay muchos. No me imagino al conductor de un taxi no reconociéndose taxista; ni a un matemático no reconociéndose deudor de Pitágoras; o a un médico renegando de la medicina que practica o ejerce. Pero con la poesía pasa esto muy a menudo. Poetas que no se creen poetas. Buenos poetas que se avergüenzan de atreverse a sentirse miembros del gremio. Un detalle este nada baladí, digno para psicólogos del arte. Como Ovidio Moré. Apabulla y enrojece el pudor (honesto) con el que comparte sus propios poemas. Le preguntaron a Borges una vez para qué sirve la poesía y respondió preguntando: «¿para qué sirve la muerte? ¿para qué sirve el sabor del café? ¿para qué sirve el universo? ¿para qué sirvo yo? ¿para qué servimos? Qué cosa más rara que se pregunte eso, ¿no?» Yo me quedo con la parte afirmativa de su respuesta: «Qué cosa más rara que se pregunte eso». La poesía, su mero concepto (algo tan inútil pero con prestigio intelectual y desprestigio económico) asusta. Tiene en el imaginario de los intelectuales cierto aire sacro. Raramente sacro. Poetas que hablan mal de otros poetas. Poetas que no se creen poetas. Poetas que esconden su poeticidad, o peor aún, su «poéticofilia». Ovidio Moré no solo demuestra que es poeta en tanto es alguien que ignora para qué sirve la muerte o el sabor del café; lo demuestra por el pudor irracional a mostrar que lo es. La décima, tan amada por muchos, tan odiada por otros, es quizá la prueba mayor (la prueba 36 de Shaolin) del ejercicio poético. Tan fractal. Tan especular. Tan perfecta en su forma. Tan musical. Hacer poemas en décima (no simplemente décimas) es un ejercicio creativo que exige a la vez contención y desparpajo: técnica y oficio, el don del equilibrio. Lo sabían Luis Rosales y Jorge Guillén en la Generación del 27; lo sabían Elíseo Diego, Naborí y Nicolás Guillén en Cuba; y Alfonso Reyes en México; y Andrés Eloy Blanco en Venezuela. La gran confusión casi dicotómica entre la décima oral y la escrita, entre la improvisación y la literatura, no pone fácil este ejercicio de disuasión y criba. Los críticos se pierden. Los poetas se asustan. Los analistas (filólogos de escuela) miran hacia otro lado. Por eso yo aplaudo que haya poetas como Ovidio Moré (renacentista pro: poeta, crítico, artista plástico en toda la extensión de la palabra), poetas que no teman a la décima sigloveintiúnica, que la miren de frente y vuelquen en su molde clásico reflexiones que cabrían en cualquier otro metro, incluso en el falso no-metro del versolibrismo contemporáneo. Hay que ser valientes para escribir de espaldas a los aires de la escritura. Osado, intrépido, temerario casi. Ovidio lo es, lo ha sido en este libro.
Comentario aparte merecen sus décimas reales o heroicas, su asunción del verso endecasílabo para la décima, un juego tan caro a nuestra generación de poetas cubanos. Un pequeño ajuste de cuentas con Petrarca, el poeta italiano que «invadió» España con su metro italiano en el Siglo de Oro, y hasta hoy. Los neodecimistas cubanos de los años 90 (Ronel González, José Luis Serrano, Péglez, Machado, María de las Nieves, yo mismo y otros) llenamos nuestros libros de décimas endecasílabas (cientos, en decenas de libros ) y Ovidio con su Decimario ha seguido esta égida:
Detrás de mi reflejo está mi anverso,
el otro, el desquiciado, el vagabundo,
el Tristán, el Romeo, el Segismundo,
el amante hacedor de beso y verso.
Detrás de mi reflejo el universo
se trastoca, se expande, se aprisiona,
y salgo a su redil como persona
de erótica y vulgar rima latiente,
vestido de juglar, de displicente,
sin cetro, sin espada, sin corona.
Detrás de mi reflejo: lo absoluto,
y mis sueños de búsqueda y premura;
la diáspora, la entrega, la locura
y el estigma teñido por el luto.
Detrás de mi reflejo le disputo
a la vida su luz y su destello,
navego en otro mar rompiendo el sello
de la carta lacrada del destino.
Detrás de mi reflejo, el vellocino
dorado vale menos que un camello.
Ese dominio de la métrica endecasílaba es ya, por sí solo, un detalle que bastaría para aplaudir de pie este libro. Pero es más que eso. Hallazgos y soluciones rimales como el dístico de la última décima («Detrás de mi reflejo, el tiempo salda / sus cuentas con mi hacer» es una demostración de maestría y madurez: hallazgo rimal («espalda»-«salda») y encabalgamiento abrupto pero bien logrado. Hallazgos tropológicos («Llueve y la ciudad parece / que se oxida en el sudor»; «Llueve, las luces se escapan / de los sótanos hambrientos»); «la vida es tan solo herrumbre/ sobre un suelo de granito») nos traen a un poeta elegante desde la sobriedad. Y luego vuelve a los endecasílabos para negar quién es:
No soy ese animal que se levanta
y lame sus heridas de postguerra
y luego va arrastrando por la tierra
el típico disfraz que le suplanta;
ni menos el iluso que se encanta
(…)
Agnóstico, socrático, inmaduro,
queriendo navegar contracorriente.
Un retrato en Arte Mayor de un poeta que es pródigo en hallazgo también en octosílabos:
El hombre, desde su infancia,
es su propia soledad.
Y aquí no acaban sus méritos. Por este Decimario desfilan referentes indispensables para entender la poética de Ovidio: Carrol y Alicia, Poe y Borges, Goya, Lezama, don Quijote, Portocarrero, el Cid, Darwin, Dios, y entre líneas, Heraclito, y entre líneas él mismo, rodeado de tantos. Este es un libro que hace alarde de intertextualidades (¿Borges diría: ¿y eso qué es?), por eso asombra que Ovidio se sonroje de su propia textualidad. De todos modos, romperé una lanza a favor de su pudor poético: no debe ser fácil sobrevivir al nombre «Ovidio» siendo amante de la poesía. Es como si te llamaras Mozart y fueras músico, o Maradona y fueras futbolista. Así que visto así, aceptaremos el sonrojo como animal de compañía. Párrafo aparte merecen sus dibujos, aderezos propios, esa poesía gráfica o visual que acompaña sus poemas. No tengo yo elementos suficientes para juzgar sus obras plásticas. Solo diré que envidio sanamente su capacidad para ser voz y oído, tinta y tiempo como diría mi amigo Jorge Drexler.
Por todo esto, amigo Moré, te felicito. Tu Decimario está lleno de luces que no solo alumbran, también dignifican el género. Se te agradece como lector y como poeta y como investigador. «Todo es poesía menos la poesía», decía Nicanor Parra. Pero en tu caso, lo enmendaría yo: «Todo es poesía, incluso la poesía» algo que en los tiempos que corren ya es bastante. Así que, parodiándote, «Aché pa ti, poeta». Gracias por estos laberintos tan laberínticos. Los Minotauros y las Ariadnas y los Teseos que te van a leer, te saludan. •
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