Istvan Sandorfi en Museu Europeu d’Art Modern (MEAM)
Istvan Sandorfi
Por: Ovidio Moré (Osvaldo Moreno)
Enfrentarse a la obra de Istvan Sandorfi (Budapest 1948- París 2007), la de sus primeras etapas, en la que estuvo casi 15 años pintándose a sí mismo, que es la que, desde que me fue descubierto, más asombro me provocó y de la que trata esta pincelada, es enfrentarse a la visceralidad en estado puro. Estos autorretratos, enmarcados en sus períodos rosa y azul, son crudos, violentos, provocadores, impúdicos; son difíciles de digerir por el ojo que espera encontrar en una obra de arte solo belleza y complacencia. Su hija Ange dijo en alguna ocasión, que estos autorretratos no significaban nada, que solo eran un ejercicio técnico y de introspección, y seguro que razón no le falta, pero yo, como simple espectador bajo el poder hechicero y heresiarca de su pintura, subyugado completamente por su fuerza expresiva, veo, o quiero ver, o quiero creer, que son catárticos, que reflejan la catarsis de Istvan y, a través de él, la catarsis de la sociedad en su conjunto, la catarsis del género humano. Quiero y necesito convencerme que es una especie de purga que el artista libra consigo mismo, dónde “él” somos “nosotros”, y viceversa, y que son, además, el reflejo de la implacable soledad del artista a la hora de enfrentarse al parto creativo. Decía Istvan: «No hablo de la soledad física, sino de la soledad de la concepción, la soledad de la creación. El arte es de esencia individual, puesto que el arte es la ciencia de los sentimientos, y solo el individuo es capaz de experimentar sentimientos. Se puede copiar un cuadro o imitar un estilo, pero no se puede copiar un sentimiento».
Sandorfi utilizó su imagen como el instrumento idóneo para articular un discurso pictórico sumamente obsesivo, casi demente, pero de una hondura sentimental y emocional que no deja impasible al espectador, para ello optó por una paleta de colores fríos, los cuales le eran indispensables para crear la metáfora visual y la atmósfera que quería transmitir. En la exposición que el MEAM* le dedicó hace unos años, se podía leer en el catálogo, refriéndose a estos autorretratos: “Es el triunfo desbocado del propio yo, cabalgando sin freno por la inmensidad de un universo absolutamente personal; es el artista completamente desnudo, solo ante el espejo, analizando sus posiciones más informales…”.
Enfrentarse a estos lienzos es adentrase, también, en un mundo opresivo, estrafalario, desconcertante, fantasmagórico, sobrecogedor. Sin embargo, cada lienzo es portador de una belleza intrínseca; perturbadora quizás, pero belleza al fin y al cabo. Aunque el propio Sandorfi dijera que siempre había pintado lo que le molestaba, no lo que le parecía bello, la belleza en su pintura es innegable. Es esa belleza que germina desde el virtuosismo.
Él nunca aceptó ser clasificado, porque era un ente libre que no creía en “ismos” ni en “escuelas”, de hecho, aunque se graduó en bellas artes, siempre se consideró un pintor autodidacta. No obstante, si hubiera que catalogarlo sin remedio, podríamos hacerlo dentro del hiperrealismo, un hiperrealismo atípico, porque sus cuadros van más allá de la representación fotográfica perfecta, ellos gritan, denuncian, hablan por sí solos. Sus autorretratos parecen reales, casi se puede tocar su figura, es cierto, pero él se pintó sobre fondos irreales desde donde se aboca hacia el espectador entre difuminados que simulan una neblina onírica o una nada metafórica, y su imagen aparece sesgada, amputada, repetida varias veces, o acompañada de elementos que parecieran estar fuera de lugar, lo que crea, inevitablemente, un halo de extrañeza, una especie de realismo mágico. En etapas posteriores, cuando ya utilizaba modelos femeninos, los retrató teniendo como telón de fondo su propio hábitat: el estudio. Y lo hizo, además, en habitaciones vacías, sucias, de paredes descorchadas, donde el silencio y el abandono se hacen tan tangibles como las propias mujeres que protagonizan el cuadro.
No se puede comprender la magnitud de la obra de este artista, que se encerraba en su estudio durante casi 10 meses para pintar sin apenas mantener contacto con su familia, sin conocer antes sus circunstancias: la traumática niñez en su Hungría natal, la encarcelación de su padre, la huida de Hungría, el éxodo por Alemania y su asentamiento por fin en Francia, en París, donde alcanzó la madurez artística y creó toda su obra, esa que nos ha legado y que nos invita ver al hombre que somos desde sus ojos, los de Istvan, y ver al hombre que era él desde los nuestros.
Istvan Sandorfi dijo:
Yo hago una pintura individualista, solitaria, la que retrata mi forma de ser, porque brota naturalmente de mí mismo, y no he de hacer esfuerzo alguno para adaptarme, ni para alinearme con las tendencias en curso. En realidad hago una pintura de perezoso frente a las condicionantes del gregarismo cultural. No me fijo en las pinturas de otros, en todo caso, por supuesto, no para inspirarme. No tengo el menor interés por las clasificaciones que intentan meter a los artistas en comportamientos o, mejor, en ataúdes, para enterrarlos en un cementerio de referencias, de forma que la gente tenga la impresión de que así se conoce la historia de la pintura. La pintura nos es una cuestión de conocimientos, sino de sensibilidad, y eso no se enseña, no se aprende.
Museu Europeu d’Art Modern
Entre la soledad de la creación y la catarsis
® IstvanSandorfi Sala del Palau Gomins MEAM Barcelona
Sandorfi utilizó su imagen como el instrumento idóneo para articular un discurso pictórico sumamente obsesivo, casi demente, pero de una hondura sentimental y emocional que no deja impasible al espectador.