Desvistiendo a Ewa

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Por: Marcos Pérez-Sauquillo Muñoz

«Y dijo la serpiente a la mujer: “No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal”».

Génesis 3, 4-5.

Rotaciones antinaturales del cráneo de damas neoclásicas y románticas que nos muestran en el lugar del semblante sus elaborados peinados, con guirnaldas de trenzados, moños imposibles y cuidadas rayas. Esmeradas envolturas de telas plisadas, cintas y pañuelos en cascada que recubren por entero su cabeza como burkas barrocos, vainas extraterrestres o intrincados capirotes penitentes y de las que emergen mechones a modo de fuegos artificiales o restos regurgitados. Frondosas envolventes vegetales y velos de arreglos florales en los que ignoramos dónde termina el alucinatorio mecanismo de ocultación y empieza un fantástico ser simbionte humano-vegetal, como ocurre cuando el apéndice cefálico se convierte en hongo directamente. Máscaras polinesias y caparazones de coleópteros… ¿Coberturas grotescas o inquietantes metamorfosis? ¿Qué persigue Ewa Juszkiewicz con el recurrente borrado del rostro en su pintura?

Las transformaciones que opera esta joven artista polaca sobre lienzos de inspiración clasicista o copias concretas de obras —a veces perdidas o destruidas por avatares de la historia— y a las que insufla una nueva vida mutante a través de fotografías, tienen el poder de renovar la mirada sobre una representación de género convencional e inofensiva: la del retrato femenino, preeminentemente de los siglos XVIII y XIX europeo, en el arco que abarca del rococó al romanticismo. Juszkiewicz recrea estas obras con el preciosismo técnico y el amor al buen hacer de aquellos antiguos maestros que le sirven de modelo; pero a la vez sabotea estas vacuas representaciones de género, dejando abierta la puerta al misterio; a lo irracional y lo grotesco. 

Mas la supresión del rostro es también la negación de la simpatía, entendida como «sentir o padecer igual que el otro»; y esto implica el bloqueo de aquello que buscamos en el representado como congénere: su mirada, su expresión, algo con lo que sentirnos identificados. Sus damas-esfinge se convierten así en seres tan enigmáticos como monstruosos; ni siquiera de naturaleza del todo animal, como la nuestra… Si el Diccionario de la Real Academia Española nos dice que monstruo es aquel «ser que presenta anomalías o desviaciones notables respecto a su especie» o el «ser fantástico que causa espanto», las entrañas etimológicas del término parecen más apropiadas para las criaturas de Juszkiewicz, pues sugieren un ser enviado al mundo por los dioses o las fuerzas sobrenaturales como advertencia (derivado del latín monere). «No somos como creíais», parecen decirnos las nuevas versiones de las antiguas modelos, reivindicando una complejidad que va más allá de los valores imperantes en la tradición del género: inocencia y belleza. 

En la obra de Juszkiewicz, podríamos rastrear referencias muy variopintas que van más allá de los propios retratos que le sirven de inspiración. Su interés combinatorio, por componer nuevos seres mediante elementos insólitos podría remontarnos lejos, a los divertimentos manieristas de Giuseppe Arcimboldo y sus conocidas cabezas compuestas. Aquellas alegorías de las estaciones y los elementos, creadas por la yuxtaposición aditiva de componentes temáticos, ambicionaban, más allá de la pericia técnica del pintor de prosaicas naturalezas muertas, crear una nueva realidad: la ilusión de un rostro. Así también Mary Shelley daría vida a su monstruo literario y existencialista Frankenstein de los fragmentos de otros cuerpos, creando el primer cadáver exquisito. Pero sin duda la obra de Juszkiewicz nos remite directamente a la técnica del collage tan característica de las vanguardias. 

El Conde de Lautréamont en Los cantos de Maldoror (1868) establecería esa comparación que rescatarían los surrealistas medio siglo después como epítome de la belleza convulsa, síntesis del mecanismo creativo y desencadenador poético de las fuerzas del inconsciente: «bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas». Así, entre las filas de los de Bretón, no resulta difícil encontrar similitudes e interferencias con la obra de Max Ernst, Salvador Dalí y René Magritte. El proceder de Ewa Juszkiewicz, a pesar de las evidentes diferencias estilísticas, es análogo al collage surrealista en la medida en que surge de la superposición de elementos inspirados en ese encuentro fortuito, como hacía Ernst a principios de los años treinta, partiendo de materiales aparentemente inofensivos y convencionales como grabados de folletines decimonónicos, fusionándolos con extractos de catálogos de venta y enciclopedias naturales para crear nuevas e inquietantes escenas. Algunas láminas concretas de la novela visual Una semana de bondad (1933) nos muestran ya extraños seres híbridos de naturaleza femenina, ya sea con cabeza de flor (Primer poema visible IV), de molusco (La clave de los cantos I), pájaros… o bien tocadas con insólitos frutos arracimados y pangolines (Edipo y El patio del Dragón XXVII).

Desde el propio ámbito de la pintura de caballete convencional y figurativa, más afín a la técnica y temática de Juszkiewicz, René Magritte es sin duda uno de los maestros de lo imposible alegórico más próximo a la polaca. Magritte, en muchos de lo que podríamos calificar de sus retratos, gusta de anteponer objetos que cubren o anulan el rostro del personaje, como atestiguan muchos de sus cuadros más conocidos, ya sean las telas que, de un modo directo y enigmático, ocultan las cabezas de Los amantes en sus dos versiones (1928) o, de manera más onírica, los motivos vegetales, como la manzana de El Hijo del hombre (1964) y las flores de La Gran Guerra (1964) y Rostro de mujer cubierto por una rosa (1965). Este enmascaramiento no por casualidad afecta a seres genéricos, ya sea su recurrente burócrata impersonal, la dama de la alta burguesía o la mujer-amante como sujeto pasivo respectivamente. Contribuye así a transformar lo que de otro modo podría ser una imagen convencional y aburrida en algo nuevo y misterioso, temática de la que las alteraciones de inofensivos retratos femeninos de Juszkiewicz suponen, sin demérito, una continuación. Quizás la más perturbadora de las obras de Magritte en este sentido sea La violación (1934) con su rostro genital que, a modo de monstruo mitológico, nos confronta con la cultura de cosificación de la mujer como objeto sexual, visionaria ya en 1934. Juszkiewicz, procediendo de modo inverso quiere liberar a sus convencionales retratadas convirtiéndolas en seres complejos y peligrosos. En el fondo, temas recurrentes del imaginario de la pintora, como las flores y las setas (cuerpo fructífero del hongo) no son más que sofisticados mecanismos reproductores de otros seres vivos; y por tanto otra versión del monstruo hipersexuado de La violación de Magritte. No obstante, conviene señalar que curiosamente algunas de las obras de referencia de Juszkiewicz proceden de pintoras francesas, como Marie Elisabeth Louise Vigée Le Brun o Adélaïde Labille-Guiar, ambas académicas, con lo que las aparentes lecturas de género no son tan sencillas como podrían parecer.

Dada la nacionalidad de la pintora, la conexión con Magritte podría verse reforzada por la influencia del belga en la celebrada Escuela Polaca del Cartel, más allá del evidente tributo que supone toda la obra estilizada y kitsch de Rafał Olbiński. En ella abundan excelentes ejemplos de maleabilidad simbólica del rostro, ya sea en los trabajos de Andrzej Pągowski, Mieczysław Górowski o Roman Cieślewicz.

Este paseo por los vericuetos del inconsciente plástico de Ewa Juszkiewicz podría culminar en el arte contestatario y feminista iniciado en la década de los 60, donde muchas artistas recuperan el medio del collage dadaísta, por su inmediatez, agresividad y capacidad crítica subversiva que cuestiona o pervierte los mensajes de la publicidad y los medios de comunicación de masas de la sociedad del bienestar. Así, las turbadoras escenas de la serie House Beautiful: Bringing the War Home (1967-1972) de la neoyorquina Martha Rosler, introducen disonantes elementos bélicos alusivos a la guerra de Vietnam en idílicos y hogareños interiores, con sofisticadas amas de casa extraídas de revistas de moda y decoración de los sesenta. Estos collages, tan ajenos aparentemente al tema que nos ocupa, crean un clímax de extrañamiento en lo cotidiano que recuerda al de los cuadros de la polaca.

La alemana Rebecca Horn en los primeros setenta concibió extensiones corporales, máscaras y objetos cinéticos emplumados sugerentes, a medio camino entre mecanismos de ocultación y empoderamiento y sofisticadas técnicas animales de apareamiento como atestiguan Cockatoo Mask (1973) o Feathered Prison Fan (1978). También afín resulta la agresividad punk de las Pretty Girls de Linder Sterling (1977), en las que la inglesa interviene las cabezas de modelos de revistas pornográficas sustituyéndolas por tocadiscos, radios, televisores y otros objetos de consumo de la clase media, creando, junto a esos aberrantes seres híbridos, evidentes analogías de la objetualización de la mujer. Sterling ha retomado curiosamente esta línea de trabajo con un barroquismo mucho más próximo a la obra de Juszkiewicz, trabajando en alteraciones inspiradas en la colección del Palacio de Chatsworth durante un reciente periodo de residencia en sus instalaciones. Estrategias similares, aunque más teatralizadas emplearán las Guerrilla Girls con sus caretas de mono a finales de los ochenta, o las Pussy Riot con sus pasamontañas multicolores en la segunda década del nuevo milenio. Frente a la belicosidad urgente de sus airadas predecesoras —que podía hacerlas caer en cierto didactismo panfletario—, La mayor sutileza de las misteriosas damas de Juszkiewicz radica quizás en unos tiempos más benignos y afianzados en la lucha por la igualdad de derechos. En la obra de Ewa Juszkiewicz todo es misterio. ¿Seguirá tendiendo puentes entre lo clásico y lo contemporáneo? Apuesto por un sutil golpe de timón en sus obsesiones, pero estoy convencido de que continuará seduciéndonos. •

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«Ten cuidado; pues no conozco el miedo y soy, por tanto, poderoso».

Mary Shelley, Frankenstein (1818)

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