Se supone que los artistas deben ser capaces de afrontar que el «ser» para la muerte es en esencia la angustia y el miedo de no haber concluido ni concluir nunca, de saberse enfrentados a tal desafío porque, en suma, se trata de lograr que el talento creador consiga superar, tanto la beata fascinación por la moda como la dimensión efímera que entraña.
Así como hacer que la forma sensible sea una misma cosa con la idea, donde el símbolo une lo real y lo imaginario, apareciendo la vida concentrada en un único fuego que es, en definitiva, el estilo.
Buscamos, no cabe duda, que el artista y su obra nos haga encontrarnos con nosotros mismos hasta que su mirada y su textura más nuevas nos transforme de manera irreconocible. Así lo diría Bloch, quien contempla un futuro utópico, aunque navegue sin subterfugios en lo distópico y sin proporcionar indicios de que la fábula no sea más que un cuento alucinatorio o alucinógeno.
Muchos nos preguntamos que si el arte ha florecido en el caos, que si es negación de lo empírico, que si ha estado sometido a manipulaciones, vulneraciones e imposiciones violentas, cómo es que tal traición de lo negativo no sólo haya hecho posible conservar su huella, sino que se resguarda a sí mismo para tiempos que no sean oscuros, pese a que todavía pueden ser más negros.
Pero este Heidegger que presenta la consciencia como una llamada a la angustia de ser-en-el-mundo, sostiene que la obra de arte es el lugar (¿?) donde se produce nuestro encuentro con la verdad, una verdad de la obra que no posee otro modo de ser que el de ser obra, que ser la verdad que la obra genera.
¿Podemos afirmar entonces que el arte está ligado ontológicamente a la verdad, a la verdad del mito, y que es el custodio de las razones y los impulsos profundos que le permiten durar a través de los milenios?
Los románticos y las vanguardias dejaron irrumpir la verdad de la vida en su inmediatez, pero no una verdad reconciliada, transformada, armónica. Pero una forma en la que aparece la verdad y, al mismo tiempo, donde se niega a sí misma.
He ido al fin a ver al artista con la verdad rondándome en la duda e incitándome con su promiscuidad latente, y ante su obra saqué la conclusión de que es la última metafísica pensable donde la verdad se convierte en máscara, en concepto, en un modo deformado y desnaturalizado de impulsos secretos hacia el objetivo último.
Después de toda esta verbosidad entre lo que es y lo que no es, no me resisto a recurrir a C. G. Jung y su advertencia de que intentar descubrir el arte en sí mismo no puede convertirse en objeto de investigación psicológica — y otras muchas de tal índole que te has dejado en el tintero—, sino únicamente en el propósito de un examen estético-artístico. •
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