ESPASMOS ONTOLÓGICOS

A propósito de la exposición A Play of Light, Color and Shadow / Un Juego de Luz, Color y Sombras

Por. Antonio Correa Iglesias

I

Cuando la niña María Kodama le preguntó a su padre sobre la belleza, éste, sin dudarlo le mostró la imagen de la Victoria de Samotracia. La chica boquiabierta balbuceo un… Sr. Kodama, pero no tenía cabeza, a lo que su padre argumentó: ¡quien le dijo a usted que la belleza es una cabeza! Mire la túnica de la estatua, la túnica está agitada por la brisa del mar, detener la brisa del mar en el movimiento de la túnica y eternizarlo en el tiempo, eso es la belleza.

Desde Walter Benjamin, pasando por Susan Sontag, Roland Barthes, Paul Virilio, Allan Sekula y Joan Fontcuberta ha existido una reflexión sobre la fotografía, pero también una reflexión sobre cómo el fotógrafo deviene teórico de su propia obra. Sin embargo, ¿para qué sirve un fotógrafo? La pregunta es pertinente sobre todo hoy cuando el instante escapa al placer, la velocidad prevalece sobre el instante y la belleza se diluye en artificios.

Braudrillard notaba una sintomatología similar en el campo de lo estético. La ilusión como desilusión, es decir, la realidad como fenómeno discursivo que se establece y soporta en los juegos del lenguaje, o en un «no hay nada fuera del texto» que no es otra cosa que una lectura errónea de Derrida, a lo que yo agregaría ¿hay algo fuera de la imagen?

Estas sintomatologías abarcan varios campos –si usamos adecuadamente la noción de Pierre Bourdieu- pero todas generan –y creo que en eso coinciden- una suerte de ansiedad que Gilles Lipovetsky ha llamado «vacío»; un «vacío» como experiencia, crítica, pero sobre todo como entendimiento. Esta sintomatología propicia una disposición nihilista en la que la experiencia individual carece de relevancia y solo adquiere valor una vez que –su percepción- es validada por una colectividad, no necesariamente consciente de su carácter óntico. Este ejercicio aparentemente «hermenéutico», «democrático» e ilusoriamente inclusivo, intenta de forma fallida de superar los problemas de la «metafísica de la presencia», lo cual ha conducido a la pérdida del vigor y rigor una vez que ha disuelto la experiencia vivificante del observador en una entidad ausente de referencialidad y memoria, un sujeto sin cuerpo, un cuerpo sin ente. ¿A qué se debe esta apatía por la rigurosidad y este festinado frenesí por la ligereza? ¿A qué se debe esta ausencia profunda de memoria?

Toda la crítica de la segunda mitad del siglo XX, incluso todo el esfuerzo de deslegitimación en las primeras décadas del siglo XXI, solo han otorgado valor a una perspectiva nihilista, perdiendo de vista lo que ha sido esencial: el sentido de la fragmentación en la cultura como agenda política. La crítica —como territorio— ha sido incapaz de articular una respuesta perceptible al desmembramiento de la rigurosidad, estableciendo un orden donde las cosas gravitan en un mundo desencantado y donde el sujeto como sustancia pensante queda excluido. El sujeto deja de ser «espejo de la naturaleza» usando la expresión de Richard Rorty, para convertirse en un sujeto router que no pasa información —porque la información conlleva un ejercicio de procesamiento— sino datos.

A la «metafísica de la presencia», ya no solo se le cuestiona el acceso al significado como negación de la ausencia, sino que se le sustituye por la interposición de un mundo donde prevalecen las «no-cosas». Es decir, la pérdida de la alteridad, de sus voces y miradas, no significa una validación per-se del mundo de las no-cosas, pero sí la conceptualización de un entorno compuesto «únicamente» por objetos disponibles, consumibles, instantáneos y carentes de identidad. De este modo, y pensando un poco más en términos estéticos, el contenido sustituye a la imagen una vez que ésta, va más allá de sí misma.

¿Para qué sirve hoy la fotografía? El tránsito de la fotografía analógica a la fotografía digital —y estoy pensando aquí en las implicaciones epistemológicas de estos desplazamientos— ha supuesto un ejercicio de desnaturalización de la mirada, estableciendo lo que Blanchot en El libro que vendrá llamó, la ausencia de destino.

La proliferación exasperante de imágenes a través de dispositivos inteligentes que han acoplado el «lente fotográfico» a sus algoritmos ha condicionado nuestra manera de estar en el mundo y consumirlo. La experiencia de la presencia es sustituida por la virtualización de la experiencia. La Victoria de Samotracia se consume a través de la pantalla del Smartphone, es decir, lo otro está cada vez menos presente, lo que significa que la des-cosificación del mundo acarrea la pérdida de empatía; lo otro —los otros— dejan de ser una presencia, una voz, para convertirse en un dato compuesto por píxeles. «El arte se aleja cada vez más de ese materialismo que concibe la obra de arte como cosa. Más allá del compromiso con el significado, permite un juego despreocupado con los significantes. Ve en el lenguaje un material con el que jugar»1.

Este escenario ha potenciado lo que Joan Fontcuberta ha llamado «nuevo orden visual», es decir, la realidad no es analizada desde el «ejercicio fotográfico», sino reiterada desde este. El dato, el píxel le gana a la imagen generando una info-esfera donde la prevalencia egocéntrica intensifica las des-cosificación como ausencia. Instagram, Google, Pinterest, TikTok entre otras, han devenido santuario de la imagen como información. La información «representa» la realidad, sin embargo la presencia misma de esta —la información— enrarece la experiencia de la otra —la realidad—. Gumbrecht enfatizaba en la sintomatología que estos procedimientos efectúan una vez que «la tendencia imperante en la cultura contemporánea es a abandonar la posibilidad de una relación con el mundo basada en la presencia, e incluso a borrarla de la memoria».

La producción de la imagen, da paso a la programación de esta. El placer de lo instantáneo sucumbe al schedule posts como herramienta sencilla que le permite al usuario salvar tiempo y hacer efectivo el crecimiento de su plataforma.

En La furia de la imagen: notas sobre post-fotografía así como en Manifeste pour une post-photographie, Joan Fontcuberta ha planteado que estos escenarios han supuestos una profunda transición que este homologa con la caída del meteorito que condujo a la extinción de los dinosaurios y dio paso a nuevas especies.

Ante el vacío ontológico de la imagen, Fontcuberta plantea una ecología de lo visual que penalice la saturación, pero que también aliente el reciclaje; a lo que yo agregaría dos elementos de carácter epistemológicos presentes en Barther y su «teoría fotográfica»: la noción de studium como referencialidad y registro cuando contemplamos fotografías y el punctum como el elemento que irrumpe el studium como continuidad informacional.

A diferencia de Fontcuberta que concibe el consumo de la imagen desde su Decálogo posfotográfico como estética del acceso, la sobre saturación del acceso es precisamente lo que nos ha conducido a lo que he llamado vacío ontológico de la imagen. A diferencia de Fontcuberta que concibe una nueva conciencia autoral como equivalencia de creación, si la imagen no crea un imaginario, está vacía ontológicamente hablando y como carece de referencialidad histórica, su presencia hace añicos la fiabilidad de sí y su sentido de lo sagrado. El like o las respuestas con emoticones no es otra cosa que la naturalización de la indiferencia en torno a lo visual, en función de la complacencia del otro que, disuelto en su presencia, adquiere cuerpo como avatar.

II

A Play of Light, Color and Shadow, primera exhibición del Museum of Contemporary Art of the Americas (MoCAA) diseña tres escenarios fundamentales en la concepción de la fotografía. Doce artistas conforman esta legítima transición de lo que hasta hoy había sido conocido como art center y hoy es museo. Adrián Menéndez, Ángel González, Dan Gangeri, Daniel Barroso, Gary Anuez, Giorgio Viera, Humberto Castro, Rubén Arenas, Sebastián Elizondo, Francisco Dorticos, Nestor Arenas y Panol de la Vega conforman un conglomerado visual —antitético y díscolo— que —en primer lugar— antepone la legitimidad de una exploración visual al deseo mismo de la imagen como finalidad.

En segundo lugar, sorprende en su curaduría el desapego profiláctico que se hace con cierta fotografía auto-referencial, una fotografía que coquetea consigo misma y que muchas veces tiene en el selfie un ejercicio de auto-contemplación hedonista. Finalmente, A Play of Light, Color and Shadow propone un drástico cambio del objeto fotográfico para emplazar su mirada en un ejercicio profundo de meditación y silencio antropológico.

Por ejemplo, la fotografía pictórica de Ángel González ensaya una imantación de nuestra vida cotidiana; los fragmentos de nuestra experiencia cobran vida en los objetos que usamos, trasmutando nuestra existencia a través de ellos, buscando un placer hipostasiado, una felicidad extraviada. Por eso pulimos, aceitamos, maquillamos, estiramos la piel y pintamos una y otra vez un espacio que el tiempo desgasta y que no nos pertenece. Ángel influido seguramente por el hiperrealismo alemán, desnaturaliza objetos, los recicla desde el lente fotográfico con el solo propósito de enrostrar nuestras obsesiones, nuestros placeres bizarros convirtiendo a un objeto de deseo en una abstracción corroída por el tiempo. Los detalles son los protagonistas en estas obras, aquello que pasa desapercibido pero que es lo único que importa verdaderamente y que Ángel González descama en la apariencia sublime de nuestros objetos.

 

En un tono más introspectivo, casi gótico, la fotografía de Gary Anuez mayoritariamente en blanco y negro y enfocada en los altos contrastes escarba los intersticios de una arquitectura como espacio donde nuestra existencia se perpetua y se desintegra en la temporalidad. El elemento residual de este peregrinaje son los símbolos como estructuras lingüísticas de una conciencia simbólica. Pero la exploración que Anuez nos propone está asociada a una práctica moral donde el símbolo es un elemento que modula un proceder humano desde la eticidad.

Gary construye un barroquismo cinematográfico en sus ambientes; hay una densidad abrumadora que empequeñece al sujeto ante el valor simbólico de la cultura. El símbolo es diseccionado en una exploración arqueológica que pretende dar cuenta de una genealogía que termina siendo una abstracción profunda. El origen común de estos elementos hace de su fotografía una reflexión sobre el carácter figurativo de una cultura que hoy se desacraliza. Paradójicamente, en un mundo desbordado por el fetichismo de los símbolos, la antinomia cognitiva prevalece sobre un entendimiento cabal. La fotografía de Gary Anuez es un vademécum, un diccionario para que los residuos de la memoria no prevalezcan sobre la ontología de la desesperación. Gary nos propone una sacralización desde el silencio, ese mismo silencio que consumía a los taoístas en la búsqueda del camino.

En una dirección más antropológica y sin que esto sea un elemento reduccionista, Giorgio Viera, Daniel Barroso, Adrián Menéndez, Rubén Arenas, Francisco Dorticos y Nestor Arena abren una exploración visual. El dramatismo, pero también el desgaste de los elementos en la fotografía de Giorgio Viera recrea pasajes cotidianos de la desesperación. Las imágenes de los niños que juegan a ser felices, como los niños de Fernando Pessoa, cargan de significado la depauperación de lo humano. Un profundo sentido del desasosiego recorre su fotografía donde muchas veces la indeterminación —como esa mujer que difícilmente sostiene en equilibrio una cabeza sin cuerpo y un objeto enmohecido— marca la extasiada existencia de un rostro de ángel disfrazado de niño. La íntima mirada de Giorgio Viera, el confinamiento de sus sujetos, su cristalización como entidades, esculpe el tiempo de una realidad que parece ficcional y que se densifica en una espera eterna donde una vez más la vida parece estar en otra parte.

Daniel Barroso y Rubén Arenas no hacen menos; sus individualidades fotográficas exploran una cotidianización de la existencia, una existencia también plagada de vacíos y reciclada en instantes de felicidad. Todos parecen felices, ocupados, compungidos, obcecados por un instante que imaginan eterno. La naturalización de estas experiencias subraya el carácter inexorable de un tiempo que consume y cuestiona el sentido de una existencia. Daniel y Rubén en sus diferencias interpelan a los otros con su lente, dignificando una existencia que se revela ausente de sentido; el placer pasa por lo cotidiano ante la ausencia de trascendentalidad.

Resulta muy grato —por otra parte— ver en la fotografía de Adrián Menéndez una búsqueda desde la diferencia. Aquello que es común y cotidiano, en Menéndez se convierte en otredad, en distanciamiento, en non-place. El extrañamiento que su fotografía confabula, hace fantasmagórico aquellos lugares que habitamos ajenos de empatía. Lo dúctil de su visualidad se contrapone en el orden del significado. No sabemos si asistimos a un parque temático, a una escena de crimen o a una ruina; una tensión late en cada una de estas imágenes, hay algo de siniestro en ellas por más brillantes e incandescentes que sean las luces de neón.

La inquietante fotografía de Francisco Dorticos segrega una sensualidad y extraño hedonismo que convierte cualquier referencialidad manierista en una ridícula reducción. Su obra nos sumerge en una oscura liturgia, en un bautismo que nos desfigura, licuando una identidad, como quien quiere extirpar del cuerpo aquella parte que busca desenfrenadamente el placer. Francisco Dorticos venera solapadamente deidades del inframundo que hacen suya la locura ritual que se expresa en la descomposición de los cuerpos; un cuerpo como transgresión profunda que se ejecuta en la distorsión de sí mismo. Más que cuerpos son arqueadas de la memoria, reminiscencias de lo que fueron, despojos humanos que encandilan. El cuerpo sufre –también- en la fotografía de Nestor Arenas. El cuerpo como espacio, como suplantación, el cuerpo intervenido, adosado, pero también invertebrado. Los desnudos en estas fotografías adquieren una connotación escultórica, son evocaciones de su pintura, pero qué duda cabe, son también exploraciones sobre el carácter artificioso de un cuerpo que se reconstruye a sí mismo para representarse, para modelarse frente a un espejo en modo autómata. La identidad es una suerte de desarraigo en ellos, son cuerpos sin entes, cuerpos «andróginos», traumados, no hay en ellos un propósito definido, solo posan, aguardan, son atrezos de una puesta en escena. Si los cuerpos de Nestor son guiños engañosos, los cuerpos de Panol de la Vega son abstracciones, elementos lúdicos de un espacio desnaturalizado. Son cuerpos que se debaten en las antípodas de su existencia. Panol nos propone una parábola en torno a la temporalidad. Las obras que aquí presenta son un paréntesis existencial, en todo caso, seremos lo que hayamos sido capaces de ser. Como el tiempo todo lo consume, nuestra existencia en éste es un deber ser que no siempre coteja la experiencia del instante.

Finalmente, la fotográfica como residual tiene en Humberto Castro y Sebastián Elizondo un espacio importante en esta exhibición. La imagen como contabilidad del deterioro, como la plausible consecutividad de nuestro erosionar en el mundo. Si Sebastián Elizondo muestra el enrarecimiento del paisaje, los residuos de lo que vamos dejando en nuestro transitar en el mundo, Humberto Castro enfatiza las consecuencias de la soberbia y la indolencia política en una nación fallida. Su exploración de las ruinas de lo que un día fue, abre un debate sobre la condición del humano que habita estos espacios en disolución, en los que el sujeto también desaparece. El anacrónico deterioro, conduce a la irónica y paradójica condición de la supervivencia; una vez más pintar, maquillar, camuflar una realidad, no la deja de hacer inexorable, las ruinas han triunfado sobre la vida, el futuro le ha pertenecido cada vez más a la muerte.

A Play of Light, Color and Shadow abre una nueva etapa para lo que hasta hoy ha sido Kendall Art Center y hoy es Museum of Contemporary Art of the Americas (MoCAA). A Play of Light, Color and Shadow es una festividad hedónica, como los paisajes naturales de Dan Gangeri, es un convite, es una exploración en los extremos narrativos de un calidoscopio donde la imagen es una exploración visual, no una finalidad.

El hecho que muchos dispongan de una cámara fotográfica o un dispositivo con lente, no los hace fotógrafos; la pregunta que prevalece en torno a estas disquisiciones sigue siendo ¿para qué sirve un fotógrafo? ¿para qué sirve la fotografía? ¿para qué sirve el arte? La pretendida y proliferante «transformación» del arte como hobby, como pasatiempo, escamotea el sentido profundo de lo que he llamado espasmos ontológicos. Un espasmo es un movimiento repentino e involuntario, una tensión que estremece todo el cuerpo y que nos coloca en alerta. Si el arte no provoca o convoca estos estados mentales, si el arte no somatiza la experiencia del arte, si el arte no prevalece sobre el sin sentido del dar tumbos por el mundo, la estandarización y normativización de estas prácticas harán de todo ello algo que no sabemos qué cosa es, pero que difícilmente podrá ser llamado arte. Pretender definir qué es el arte, sobre todo después de Marcel Duchamp, es un poco ingenuo; aunque no sabría definir qué es el arte, tengo bastante claro qué no lo es. De ahí la necesidad de pensar en torno a una ontología de la imagen, la condición ontológica a partir de la cual la imagen puede ser.

¿Para qué sirve un fotógrafo? ¿Para qué sirve la fotografía? Sirve, en todo caso, para establecer un parteaguas en el delirio de lo imaginal. La imagen que pulula ausente de referencialidad, la imagen vacía ontológicamente, sucumbe al ejercicio somático de la fotografía, al ejercicio del arte, una vez que erosiona la iconocracia que es legitimada como vacuidad, colectividad y ejercicio político. ¿Para qué sirve un fotógrafo? ¿Para qué sirve la fotografía? Sirve en todo caso para generar imaginarios que dialoguen con una tradición historiográfica, suprimiendo cualquier certificación perse. Sirve en todo caso para acentuar aquello que bien decía José Lezama Lima, en sus Eras imaginarias: la creación es un ejercicio de descubrimiento, es la generación de un uni-verso nuevo, desbordante de significaciones, como ese anillo, como esas mitologías primordiales que entre la maleza de un estanque de agua, una mano temblorosa encuentra; el vértigo que provoca ese descubrimiento, es un espasmo del ser, es un espasmo ontológico.

 

 

1. “Las no-cosas quiebras del mundo de hoy” Byung-Chul Han, Taurus, 2021, Pág. 82 

2. Hans Ullrich Gumbrecht hace esta referencia en el postfacio al libro “The truth of the technological world: essays on the genealogy of presence” Friedrich a. Kittler, pero la idea original esta en Diesseits der Hermeneutik: Die Produktion von Präsenz un ensayo del 2004

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