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Bellas artes

EL ARTE Y LA LITERATURA CONTRA LA GUERRA

Por: José Pérez Olivares

ARTÍCULO. (Versión digital)

Numerosas son las piezas literarias y artísticas inspiradas en la guerra, un fenómeno tan antiguo como la humanidad. Cuantiosos son los textos sobre batallas donde han quedado inmortalizados sus héroes. Abundantes las pinturas que testimonian acerca de ciudades y pueblos arrasados por ejércitos enemigos. Sangre y muerte brotan a raudales de la Ilíada, uno de los poemas más hermosos de la Antigüedad; sangre y muerte respiramos en La batalla de San Romano, de Paolo Uccello (1450) y en La batalla de Anghiari —fresco del genial Leonardo iniciado en 1503, en el Palazzo Vecchio de Florencia, y que jamás concluyó—. Sangre y muerte hay en La rendición de Breda (1635), de Velázquez, Los fusilamientos del 3 de mayo (1814), de Goya, y en La matanza de Quíos (1824), de Delacroix.

La invasión napoleónica a Rusia quedó reflejada en novelas como La guerra y la paz (1867), de León Tolstoi. Y de las dos guerras mundiales de la pasada centuria nacieron El fuego (1916), del francés Henri Barbusse, Sin novedad en el frente (1929), del alemán Erich Maria Remarque, y Adiós a las armas (1929), del norteamericano Ernest Hemingway. Otra novela del mismo escritor, Por quién doblan las campanas (1940), surgió de las entrañas de la Guerra Civil Española, tema que en la península ibérica cuenta con obras relevantes como La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela, El Jarama (1955), de Rafael Sánchez Ferlosio, y Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas. Algunos de los títulos mencionados más arriba fueron llevados al cine. Dos de ellos dos veces; el de Remarque, por el norteamericano Lewis Milestone (1930), cinta que recibió cuatro nominaciones y dos Oscars. El más reciente remake (2022) es del guionista y realizador alemán Edward Berger, que se alzó con cuatro Oscars y el premio a la mejor película extranjera. Las versiones de Adiós a las armas se las debemos a directores estadounidenses: en 1932 a Frank Borzage (cuatro nominaciones y dos Oscars); en 1957 a Charles Vidor, de origen húngaro. Más allá de estatuillas y nominaciones brillan con luz propia La gran ilusión (1937), largometraje del francés Jean Renoir, considerado entre los once mejores filmes franceses de todos los tiempos. Y Senderos de gloria (1957), del estadounidense Stanley Kubrick, uno de los más ácidos y antimilitaristas de cuantos existen sobre tema bélico (1) .

Aparte del cine de ficción, está todo el material que procede de los frentes de batalla (tierra-aire-mar) con las imágenes de numerosos bombardeos a la población civil. Si es cierto que la realidad supera la ficción y que una imagen vale más que mil palabras, un par de viejos documentales lo demuestran: Nuit et brouillard (Noche y neblina, 1955), del francés Alain Resnais, y Fascismo cotidiano (1965) del soviético Mikhail Romm. El de Resnais es un reportaje de 32 minutos sobre las masivas deportaciones de familias judías y su exterminio en los campos de concentración de Alemania y Polonia. Con 138 minutos de duración y dividido en capítulos, Fascismo cotidiano disecciona la naturaleza de esa ideología, y respecto a su versión alemana —el nacionalsocialismo— ofrece un minucioso estudio sobre su surgimiento, auge y ¿extinción? Precisamente, sobre esto último el cineasta soviético manifiesta serias dudas.

El mundo de ayer observado con los ojos de hoy

El fusilamiento del 3 de mayo (1814), de Goya, y Guernica (1937), de Picasso, constituyen símbolos supremos del rechazo frontal a la maquinaria bélica. A estas obras añadimos los grabados, tanto del bordelés como del malagueño, concebidos con igual propósito. En Guernica, sin embargo, quedó reflejada una visión de la guerra moderna que solo encontró su concreción jurídica a mediados del siglo XX. Vale decir que la palabra genocidio, tan frecuente hoy en los foros internacionales, no existía. Según la RAE, significa «Exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad». Fue usada en Nuremberg (1945-1946) en el juicio seguido a los principales cabecillas del Tercer Reich, culpables de crímenes de lesa humanidad. Uno de los testimonios más conmovedores de aquella barbarie lo hallamos en el diario de la niña alemana Ana Frank (1929-1945), deportada por los nazis a Bergen-Belsen, donde murió de hambre y enfermedad. No fue, ciertamente, un caso único; otros niños judíos deportados a campos de exterminio escribieron diarios parecidos, como el checo Peter Ginz (1928-1944) y la polaca Miriam Wattemberg (1924-2013), una de las pocas sobrevivientes del gueto de Varsovia. Pero en un mundo globalizado y en crisis perpetua como el nuestro, otras son las poblaciones y otras las víctimas infantiles de nuevos Herodes, como sucede en Gaza y el Líbano.

El mundo de ayer, libro del también judío de nacionalidad austríaca, Stefan Zweig (1881-1942), ilustra la situación del desplazado ofreciéndonos un dramático y preciso análisis sobre la verdadera naturaleza de la guerra y los síntomas que muestra una sociedad en vísperas de un gran conflicto. Valiéndose solo de su privilegiada memoria —pues al estar lejos de su hogar y de su biblioteca carecía de los documentos necesarios para emprender tan magna tarea—, Zweig reconstruye el mundo de sus padres, el «de ayer», contrastándolo con el que a su generación le tocó vivir. «Me crié en Viena —rememora el autor— metrópolis dos veces milenaria y supranacional, de donde tuve que huir como un criminal antes de que fuese degradada a la condición de ciudad de provincia alemana» (El mundo de ayer, Círculo de lectores, 2002, pág. 10).

Tomado de su prefacio, este botón de muestra define el contenido del libro. «De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos. También he perdido a mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi corazón, Europa, a partir del momento en que esta se ha suicidado desgarrándose en dos guerras fraticidas». Y sigue Zweig: «Para mi profundo desagrado, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo; nunca jamás (y no lo digo con orgullo sino con vergüenza) sufrió una generación tal hecatombe moral, y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra» (pág. 10).

Derrota de la razón y triunfo de la brutalidad

Contemporáneo de «las dos guerras más grandes de la humanidad», Zweig las vivió en bandos diferentes, «una en el alemán y otra, en el antialemán». Aquellas contiendas, según explica, no dejaron únicamente la triste herencia de un mundo devastado, sino que, respecto a los derechos del hombre, pusieron término a una condición esencial. «Antes de la guerra —afirma el austríaco— había conocido la forma y el grado más altos de la libertad individual y después, su nivel más bajo desde siglos». Zweig, que a lo largo de su trayectoria profesional había sido «homenajeado y marginado, libre y privado de la libertad, rico y pobre», vio galopar «todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración». Asimismo, el nacimiento y expansión de «las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo que envenena la flor de nuestra cultura europea» (págs. 12-13).

No estamos, pues, ante un libro lacrimoso sino ante una colosal denuncia. Y que proceda de un intelectual de su talla la hace más significativa, más cercana y actual por su cerrada oposición al militarismo y a cualquier medida que signifique el uso de las armas. Nacido para las letras, Zweig definió aquellas guerras como un atentado al derecho de libertad y seguridad de los individuos. Y al contrastar el mundo de hoy con el de ayer —en el cual «el progreso técnico debía ir seguido necesariamente de un progreso moral igual de veloz»— expresa su más absoluto desencanto. «Nosotros, que en el nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos ante cualquier nuevo brote de bestialidad colectiva, nosotros, que todos los días esperábamos una atrocidad peor que la del día anterior, somos bastante más escépticos respecto a la posibilidad de educar moralmente al hombre. Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan solo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno; hemos tenido que acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, sin seguridad» (págs. 22-23).

Autor de novelas y biografías que aún siguen interesando a millones de lectores, el escritor austriaco no soportó que en 1936 el régimen nazi prohibiera sus libros y tener que huir —primero a Inglaterra, luego a Brasil— para salvarse(2): el 22 de febrero de 1942 él y su esposa, Charlotte Elisabeth Altman, optaron por el suicidio. La dolorosa decisión pudo ahorrarles mayores sufrimientos como conocer el terrorífico efecto de las bombas atómicas lanzadas sobre Japón. La que explotó en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, llamada «Little Boy», causó 166 000 víctimas, en tanto que la otra, «Fat Man» —lanzada tres días después sobre Nagasaki— alcanzó una cifra cercana a las 246.000. Presintiendo aquel epílogo para una tragedia que costó la vida a sesenta millones de personas y la destrucción de países enteros, Zweig, destacado pacifista, prefirió escoger su propia muerte. Otros no tuvieron esa posibilidad. El poeta surrealista francés Robert Desnos y el escritor italiano Primo Levi fueron detenidos por ser miembros de la resistencia. Enviado primero a Auschwitz, luego a Buchenwald y más tarde a Flossenbürg, Desnos murió de tifus en Terezín. Primo Levi, que estuvo en Monowice —campo de exterminio que formaba parte de Auschwitz— logró sobrevivir y regresar a Italia. Su muerte «accidental» en 1987, ocurrida al precipitarse desde un tercer piso por el hueco de la escalera, permite la sospecha de un suicidio.

El después

La guerra hizo posible que dos concepciones artísticas opuestas, la figurativa y la abstracta, coincidieran en un mismo punto: el trauma causado por ella. Con su genio creador, Picasso se convirtió en el modelo más singular de la primera. Desde el flanco de las tendencias innovadoras del informalismo, Jean Fautrier se destacó por ser uno de los artistas más interesantes de la segunda variante (ver Otages, Rehenes, 1945). Si el neorrealismo fue esencial para el cine y la literatura de posguerra, El extranjero (1942), primera novela del francés Albert Camus, revela en cambio el impacto filosófico que tuvieron otras ideas. Su novedad descansa en el absurdo. Más exactamente en el absurdo de la existencia humana, tema ya tratado por él en su ensayo El mito de Sísifo (1942). En El extranjero, su personaje protagónico afirma: la vida no vale la pena ser vivida. En una playa de Argel, un hombre asesina a balazos a otro, y resulta condenado a muerte. A partir de ese momento, el reo permanece en una celda a la espera de su ejecución. Un día, de forma inesperada, recibe la visita del capellán. Con amabilidad, pero también con firmeza, Mersault —que así se llama el reo— le confiesa su ateísmo, pero el capellán insiste en querer salvar su alma. Diálogo magistralmente narrado, encuentra su clímax cuando el condenado, cansado de la prédica salvadora, rechaza esa otra vida que el capellán le ofrece, porque la única que le interesa es «Una vida —dice— en que pudiera acordarme de ésta». Y como apenas le queda tiempo, no le interesa «perderlo con Dios». Nada más patético y a la vez corrosivo en boca de un asesino, frase que revela las convulsiones internas del alma humana y los caminos que ésta sigue tras el paso de «todos los corceles amarillentos del Apocalipsis».

El tema bélico en el arte y la literatura del siglo XX

Directa o indirectamente, la sombra de la guerra cubre parte del arte y la literatura del siglo que hemos dejado atrás. Algunos de los mejores libros, de las pinturas más revolucionarias en la forma y de las películas con mayor relevancia internacional emergen de ahí. Calligrammes. Poèmes de la paix et de la guerre, 1913-1916 (1918), de Guillaume Apollinaire, Viento del pueblo (1937) de Miguel Hernández, España, aparta de mí este cáliz (1939) de César Vallejo, Nuevo canto de amor a Stalingrado (1943), de Pablo Neruda, Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso y Giorno dopo Giorno (Día tras día, 1947), de Salvatore Quasimodo, son ejemplos de la forma en que la guerra repercute en la poesía. En la narrativa, la lista parece inagotable: Caballería Roja (1923), de Isaac Babel y Los cuentos del Don (1925), de Mijail Sholojov, se suman a las obras antes mencionadas de France, Remarque, Barbusse, Hemingway, Cela, Sánchez Ferlosio y Cercas. La nómina continúa con Malaparte, Levi, Pavese, Vittorini, Calvino, Mailer, Pasternak, Solzhenitsyn y —por citar unos pocos autores más— Golding, Grass, Semprún y la húngara Agota Kristof.

Ya sea por la herencia histórica del realismo, o como resultado del compromiso latente en las vanguardias, el tema de la guerra se hizo muy visible en las artes plásticas. Entre las muchas obras que pudiéramos mencionar recordamos una que no habría sido comprendida artísticamente al margen de la guerra civil en Rusia, tal es el caso del cuadro suprematista de El Lissitzky Con el ariete rojo golpead a los blancos (1920). Fautrier sigue ese rumbo, y aunque sus soluciones formales no son las del soviético, la idea es la misma: en un caso se trata de una batalla, en el otro son rostros de prisioneros creados al azar mediante brochazos o empastes (Otages).

¿Y cómo referirnos a la guerra sin mencionar a Robert Capa? Sus valiosas fotografías sobre la batalla de Inglaterra, la Guerra Civil española y el desembarco de Normandía forman parte de su legado a la humanidad. Más de diez mil soldados, entre aliados y alemanes, perdieron la vida en aquellas playas francesas a lo largo del día D. Ocho décadas han transcurrido desde entonces y es como si de esas fotos, captadas bajo una intensa lluvia de metralla, aún brotaran lamentos, estertores y sangre. Mucha sangre.

Notas

(1) Grande ha sido la contribución del séptimo arte en la lucha contra de la guerra y a favor de la paz con filmes que van desde El acorazado Potemkin, de Serguei Eisenstein (1925) a El gran dictador, de Charles Chaplin (1940), o de Roma, ciudad abierta (1945) y Alemania año cero (1948), de Roberto Rossellini, a La infancia de Iván (1958), La balada del soldado (1959), Ven y mira (1985) y Quemado por el sol (1994), de los soviéticos Andrei Tarkovski, Grigori Chukrai, Elem Klimov y Nikita Mijalkov, respectivamente. Es un panorama que resultaría incompleto sin Tienda en la calle mayor (1965), del checo Jan Kadar; Paisaje después de la batalla (1970) del polaco Andrzej Wadja, Adiós muchachos (1987), del francés Louis Malle; Europa, Europa (1990), de la también polaca Agnieszka Holland; La lista de Schindler (1993) y Salvad al soldado Ryan (1998) del norteamericano Steven Spielberg. «La guerra no ennoblece a los hombres —una voz en el filme La delgada línea roja (1998), de Terency Malick—, los convierte en perros, corrompe sus espíritus». Esta es una idea que se repite en el contenido de muchos filmes.
(2) Tras rechazar las reiteradas ofertas del Tercer Reich para que regresara a Alemania, la actriz Marlene Dietrich decidió buscar amparo en Estados Unidos.∙

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