DE EUGÈNE DELACROIX A FRANCIS BACON: EL DESNUDO FOTOGRÁFICO EN LA PINTURA CONTEMPORÁNEA

Por: José Pérez Olivares

Uno de los ejemplos más notables del vínculo entre fotografía y pintura lo hallamos en el dueto formado por el fotógrafo francés Jean Louis Marie Eugène Durieu (1800-1874) y su tocayo, el pintor Eugène Delacroix (1798-1863).

Durieu hizo fotos de modelos desnudos que sirvieron de fundamento a los cuadros sobre odaliscas pintados por Delacroix. En ellos no se percibe más cambio que el que supone la transferencia de una técnica a la otra, pues la composición era casi la misma.

Mencionamos al también pintor, el norteamericano Thomas Eakins (1844-1916), que no sólo se sirvió de la fotografía en sus cuadros, sino igualmente de la cámara para llevar a cabo distintas experiencias novedosas en su tiempo como las llamadas «cronofotos».

Otro gran artista del XIX que aprovechó la fotografía con fines pictóricos fue Edgar Degas, que luego de mostrar desconfianza hacia el nuevo invento, evoluciona hasta hacer él mismo las fotos de los modelos que luego llevará a sus lienzos.

En este paso tiene mucho que ver la aparición de la instantánea en 1858, que permite exposiciones de una cincuentésima de segundo, lo que hace posible que se puedan estudiar todas las fases de la marcha o cualquier otro tipo de movimiento. En las fotografías estereoscópicas hallamos los objetos pasajeros del día (1), como se aprecia en las Vues instantanées de Paris, donde «muchas de las figuras aparecen cortadas por el recuadro de la fotografía» (2). En algunas pinturas de Degas se aprecia lo mismo.

El pictorialismo

Nace hacia 1890, cuando se pone en tela de juicio la capacidad artística de la fotografía, lo que obliga a los fotógrafos a «acercarse a la pintura academicista en aras de acceder a un grado artístico reconocido» (3). En el pictorialismo se aprecia «el afán por dominar el acabado final de la imagen fotográfica o el enriquecimiento gráfico gracias a las técnicas pigmentarias», y el propósito de «humanizar un medio que tenía en contra a la opinión pública y a la clase intelectual de la época por lo mecánico del invento» (4).

Será el interés en dotar de prestigio a la fotografía elevándola a la «categoría de arte» (5) lo que obligue a los pictorialistas a intentar distanciarla de la foto común y ordinaria. Todo indica que la toma era un mero pretexto. Después comenzaba el verdadero trabajo, «por lo que el positivado se entendía como un proceso cada vez más complejo y menos asequible para el aficionado». Al alejarse del concepto tradicional de la fotografía, la obra pictorialista fue siempre lo contrario de una «fotografía nítida».

De este modo, sus representantes sólo se interesaron por la prueba única, resultado «de una manipulación generalmente compleja y prácticamente irrepetible» que las hacía deudora de la obra pictórica y las alejaba del rasgo principal del proceso fotográfico: «su reproductibilidad» (6).

Los métodos de los pictorialistas para hacer una fotografía artística resultaban, sin embargo, bastante más sencillos de lo que parece. El primer paso consistía en desenfocar el objetivo o valerse de un trípode que se «movía lentamente poco antes de accionar el obturador» (7).

Uno de los recursos más frecuentes era «colocar ante el objetivo una placa de vidrio transparente ligeramente tratada con vaselina para restarle claridad». O bien en valerse de los defectos de los materiales para conseguir un «halo» en la capa sensible que proporcionaba cierto efecto de aureola alrededor del modelo.

El objetivo: distanciar a la fotografía artística de la convencional. No copiar la realidad, sino acercarla a cierto tipo de ideal estético y pictórico.

Entre sus representantes hubo algunas figuras destacadas, como Clarence H. White, Edward Steichen y Robert Demachy, pero fue Julia Margaret Cameron quien «respondió como nadie a este ideal». A pesar de su falta de técnica, «sus fotografías conservan el halo estético que le concedió ese ligero desenfoque y que las ha convertido en imágenes tan soberbias como intemporales» (8).

Confluencias

Aurora Fernández Polanco, profesora de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid aprecia que cada vez «se hace más difícil encontrar los justos términos que establezcan de manera correcta las relaciones entre la pintura y la fotografía» porque «ambas tienen dos puntos en común: la mirada y la superficie plana, es decir, un espacio que ya no es el de la vida. Cada vez es más sencillo hablar de confluencias y no de influencias» (9).

Su observación busca apoyo en los intercambios que han tenido lugar entre ambas especialidades y, desde luego, en esas amplias zonas de confluencia que han surgido de ellas. Resulta común que los pintores de hoy busquen sus motivaciones en el ámbito de la fotografía. No sólo en fotos realizadas por ellos, tarea que muchos comparten con el oficio de pintar, sino en fotos aparecidas en la prensa diaria y en los libros, o bien en los fotogramas de las películas.

Uno de ellos se nombra David Hockney (1937); otro, Francis Bacon (1909-1992).

Si Hockney logró dar un sentido particular al hecho fotográfico sirviéndose –como expresa el critico Andrew Sinclair «de series de fotografías Polaroid en color» para realizar sus joiners, (collages) fotográficos (10), Bacon –en cambio– no destacará como autor de sus propias fotos, sino que se inspirará en las de otros fotógrafos.

Estamos ante dos maneras distintas de asumir la fotografía.

Sinclair opina que la actitud asumida por Hockney se entiende como «una suerte de mofa de la utilización, por parte de Bacon, de la fotografía como escalpelo con el que penetrar en los laberintos del comportamiento (…)». Consideraba, además, que el artista irlandés «había resucitado la importancia de la figura humana en el arte moderno, y le gustaban sus ásperos lienzos».

Algo que llamaba su atención era el modo «en que Bacon se servía de las ilustraciones de las revistas como fuente para sus obras, debido a su calidad plana» (11).

Bacon había resucitado la figura humana en una época en que la abstracción era la corriente dominante en Europa y Estados Unidos. Resultaba cierto también su interés por las ilustraciones de las revistas como fuente para sus obras.

Bacon y el cine

David Allan Melchor dice que fueron el cine y «los recuerdos de películas» los que formaron a Bacon como pintor (12).

La afirmación puede sonar algo extraña o exagerada porque lo habitual es que un pintor nazca de otro pintor o de una suma de ellos. Bacon parece ser la excepción.

«Casi desde el primer texto crítico de Bacon, en 1949, se vio que el cine era punto de referencia indispensable para entenderle» (13).

Según el crítico inglés, «el cine había robado vitalidad y poderes de manifestación a la pintura» (14), prerrogativas de las que antiguamente había gozado y perdido con la invención del cinematógrafo.

«En la visión cinematográfica que tenía Bacon del retrato y su visión del cine –explica– había superposiciones de imágenes fugitivas, fijas y filmadas, de fantasía y de pérdida de la imagen retratada, de cuerpos, de fuego y calor» (15).

Son soluciones que activa en 1957 cuando visiona, en Londres, El loco del pelo rojo , un film biográfico sobre Vincent Van Gogh. El impacto provoca que en apenas una semana (tiempo que le faltaba para inaugurar una exposición en la Hanover Gallery) comience a pintar una serie de cuadros sobre el artista holandés.

Como en la inauguración los cuadros aún estaban húmedos, se supone que «viera la película mientras aún los estaba pintando y les incorporase transformaciones de la narración cinematográfica» (16).

A pesar de la importancia que el discurso cinematográfico pudo tener en la formación artística de Francis Bacon, no deja de ser cierto que «esas imágenes fugitivas, fijas y filmadas, de fantasía y de pérdida de la imagen retratada», tienen su origen en la fotografía. Y en últimas fue la foto el centro alrededor del cual hubo de girar la obra pictórica de Bacon. Que a la postre se haya apropiado de ella ofreciendo una mirada más afín con el discurso cinematográfico, es ya otra cosa.

Mathew Gale y Chris Stephens afirman en su ensayo Al margen de lo imposible (17) que «Bacon acudió a la fotografía como fuente visual desde el primer momento, utilizando, según se dice, una radiografía del cráneo del coleccionista Michael Sadler para La Cruxificción (1933) y una instantánea de Eric Hall para Figura en un paisaje (1945)» (18).

En una fecha tan lejana como esa (Bacon sólo tenía 24 años), ya la fotografía marcaba sus derroteros, incluso mucho antes que el cine.

Gale y Stephens aprecian que la fuente más importante estaba en «las fotografías secuenciales de Eadweard Muybridge» (19), afirmación corroborada por éste, al decir que componían «un registro del movimiento humano; un diccionario, en cierto sentido» (20).

Bacon y la fotografía

Gale y Stephens insisten en la importancia de la fotografía en la obra del pintor. «Al tomar, transformar y llevar al lienzo las figuras de Muybridge –explican–, Bacon traslada y realza la emoción que produce el cuerpo aislado en movimiento. El momento fugaz que capta la cámara está cargado de patetismo en términos barthesianos, porque la congelación de lo efímero instaura una nota de mortalidad».

Se refieren al efecto causado por las obras de Muybridge, «donde las figuras están literalmente desnudadas y sacadas del tiempo», y en las que se aprecia su «falta de contexto y de explicación racional para sus acciones», lo que hace que «el espectador se fije en su constitución física, y por extensión en su inevitable caducidad, degeneración y muerte» (21).

Muybridge no es el único fotógrafo del que se sirve Bacon.

Hallamos desde fotografías procedentes de periódicos y revistas, hasta el retrato de Inocencio X de Velázquez.

También recortes con los fotogramas del film El Acorazado Potemkin, de Einsenstein, en particular los que tienen que ver con la niñera que grita.

Y los autorretratos de Rembrandt, la mascarilla de Blake, postales de Montecarlo en colores, etc. Y no podían faltar imágenes de The Human Locomotion y Animal Locomotion, de Muybridge (22).

Bacon y los pintores ingleses de su tiempo

Gary Tinterow afirma que en los años treinta –época en que Bacon comenzaba a utilizar la fotografía en sus pinturas– ésta constituía «un fenómeno marginal en el arte moderno británico, una presencia insuficientemente reconocida a pesar de su significación para la pintura de Edward Burra, William Coldstream, Paul Nash y Walter Sikert» (23).

Como bien dice el crítico, el sentido que Bacon dio a las fotos en el contexto de su obra se distanció de la que estos autores dieron a la suya. Basta un simple vistazo para comprenderlo.

De los cuatro, sólo dos, Sir Williams Menzies Coldstream (1908-1987) y Walter Sickert (1860-1942) se dedicaron al desnudo.

Coldstream fue un pintor realista y profesor de pintura británico que no aportó nada singular al género. El uso que pudo dar a la foto se diluye en la propia representación del cuerpo, concebido siempre a través de un buen dibujo y una sobria paleta.

Sickert, por su parte, ni siquiera logró alcanzar una identidad propia a través del estudio de sus modelos, y sólo demostró haber avanzado desde una visión impresionista hasta situarse en la antesala del modernismo, aunque sin grandes resultados.

Los más próximos al espíritu de Bacon fueron Paul Nash (1889-1946) y Edward Burra (1905-1976), aunque con la salvedad de que ninguno utilizó el desnudo como tema de sus cuadros.

Es probable que Nash haya partido de fotos de guerra publicadas por los diarios y revistas para recrear sus visiones de campos de batalla. Y Burra pudo haberse sentido atraído por la fuerza expresiva y temática de un Ensor o un Grosz para entrever un mundo extraño compuesto de ciudades nocturnas habitadas por mujeres, marineros y soldados.

Con los únicos pintores que Bacon pudo haber tenido cierta afinidad fueron el británico de origen alemán Lucien Freud (1922-2011) y el australiano Roy de Maistre (1894- 1968).

Con el nieto de Sigmund Freud, Bacon mantuvo una gran empatía que perduró hasta su muerte en 1992. En sus cuadros sentimos latir la necesidad de transgredir los límites, tanto pictóricos como morales. Y los de Bacon están orientados en la misma dirección.

El caso del pintor australiano difiere bastante del de Freud.

Se dice que Bacon lo aceptó, durante su juventud, como una suerte de padre espiritual y protector del que recibió algunas enseñanzas prácticas en materia de arte, entre ellas a tratar con los mecenas. Eran tiempos en los que Bacon ignoraba prácticamente todo limitando sus esfuerzos al estudio de reproducciones de Cimabue y Grünewald.

Andrew Sinclear lo expresa de manera categórica: «no sabía nada en absoluto acerca de las técnicas del arte» y «apenas había dibujado» (24).

Para Bacon eran unos comienzos inciertos que lo habían llevado a copiar también a Picasso, a Giorgio de Chirico y a Paul Nash, aunque estas influencias no representaran otra cosa que «un callejón sin salida». (25).

Temas, influencias, procedimientos

De de Maistre y otros artistas Bacon aprendió lo necesario. Lo demás fue fruto de esa inteligencia que ya algunos habían advertido y que lo llevaría a renovar el enfoque de un tema tan tradicional como el de la crucifixión.

Es probable que el pintor británico se sintiera atraído por este tipo de representación tan frecuente en la pintura medieval y renacentista, al ver reflejado en él al hombre o al dios «que entrega su sufrimiento por toda la humanidad» (26). Pero también, como afirma Sinclair, como una proyección suya derivada «de su pobreza y de su sexualidad secreta» (27), y no impulsado por un sentimiento religioso

No explica, sin embargo, el sentido de la distorsión y deformación de las figuras. Si comparamos las dos versiones realizadas por el artista a lo largo de su carrera, las diferencias conceptuales saltan a la vista.

La de 1933 es un cuadro fantasmagórico donde la figura crucificada queda resuelta mediante una gran simplificación de la mancha sobre un fondo oscuro. La de 1962 se convierte en un tríptico en el que las figuras –supuestamente humanas– aparecen tanto más elaboradas cuanto más monstruosas, y el fondo negro cede paso al rojo.

La crítica no suele relacionar a Bacon con El Greco. Martin Harrison aprecia, sin embargo, cierta correspondencia entre los dos, «notablemente en la torsión de las anatomías y de la carne» observada ya en la obra Pintura, de 1946, donde «la postura de crucifixión que adoptan las patas posteriores de la res colgada recuerda el ominoso torbellino de las nubes en La Crucifixión de El Greco» (28).

Para Gary Tinterow, esta deformación no resulta gratuita, sino que pretende «apelar al sistema nervioso del espectador directamente» abriendo «las válvulas del sentimiento» con imágenes distorsionadas, «frutos del azar y el accidente» (29).

Y aunque Bacon jamás lo haya querido reconocer, «sus pinturas anunciaban las fotografías de esqueletos andantes de Auschwitz, la cabina de vidrio de Adolf Eichmann en Jerusalén, el grito silencioso e inútil de la humanidad despojada de sus ilusiones, dejada a solas con sus engaños» (30).

La fotografía como instrumento de deformación

1949 es un año crucial para Bacon porque el cuerpo humano pasa a convertirse en el centro de sus representaciones. Empieza a pintar «figuras con un elemento distanciador: estriadas, veladas o encerradas en cristales» (31).

Su interés por las fotos de Muybridge se mantiene hasta 1933. A partir de entonces Bacon realizará «la mayoría de sus figuras desnudas sobre fotografías de George Dyer y Henrietta Moraes que encargaba con ese fin a John Deakin».

El instante congelado

Sinclair ha escrito que el propósito de Bacon era «capturar el instante congelado de los animales en movimiento, de los hombres debatiéndose por efecto de la lujuria, de la gente presa de pánico y de los políticos desprevenidos» (32).

La idea de capturar el instante congelado lo habría hecho deudor de la fotografía, o más bien de ciertos fotógrafos como Muybridge. Lo que resulta difícil de explicar son los verdaderos móviles del pintor, qué pretendía expresar mediante el uso de estas imágenes «prestadas» de las que finalmente se apropia

La crítica ha pretendido ofrecer una explicación formalista a su interés por la obra del fotógrafo victoriano. Alguno, incluso, llegaría más lejos al afirmar que las series de fotografías de Muybridge eran para Bacon «lo que el breviario para un sacerdote» (33). El hecho de tratarse de modelos desnudos realizando una acción, facilitaba su inserción casi directa en cuadros donde predominaba lo gestual. De cuantas podían servirle para sus fines, las que tenían que ver con luchas cuerpo a cuerpo eran las más apropiadas para transformarse luego en feroces combates sexuales que parecían recrear la experiencia particular de aquel pintor.

Estamos ante un acto de transferencia, una forma de sublimar pulsiones a través de la imagen artística.

Este complejo proceso de ver y redimensionar –o transformar un objeto en otro–, no habría sido posible si Bacon no hubiese visto en las fotos de Muybridge un soporte adecuado. Tal es la importancia que adquiere la fotografía en la pintura de Bacon, sintonizada casi siempre con pulsiones eróticas que tienen mucha conexión con Tánatos o ese «más allá del placer», principio de nirvana o instinto de muerte.

En ese conjunto de actitudes asociadas a prácticas sadomasoquistas que proyectan un inconfesado afán de autodestrucción, está la clave de algunos cuadros de Bacon, y el porqué de su predilección por la fotografía.

No es poco lo que la imagen fotográfica aporta a la pintura del artista irlandés. Hasta tal punto que le resultaría imposible separar lo que había recibido de Muybridge de la influencia de Miguel Ángel y Velázquez. «De hecho –confesó–, tengo a Muybridge y a Miguel Ángel mentalmente entremezclados» (34). Sinclair define muy bien esta fusión que él prefiere denominar combinación: Del fotógrafo había aprendido «sus posturas», en tanto que de Miguel Ángel «sus voluptuosos desnudos masculinos, la grandeza de las formas» (35).

La dependencia de Bacon a la fotografía se volvió casi total. Hasta para pintar sus papas –apunta Sinclair con cierta sonrisa irónica-, Bacon recurría a su aliada, porque «no sólo se servía de fotografías del retrato que le hiciera Velázquez, sino también de imágenes del papa Pío XII trasladándose de un lugar a otro del vaticano en su sedia gestatoria, rodeado de blancas plumas de pavo real» (36).

Y concluye la idea ofreciéndonos una visión que parece escapada de los Caprichos de Goya al mostrarnos a sus personajes «a medio camino entre la burla y la reverencia, entre la sátira y la tradición» aullando y farfullando con sus vestiduras «y enmarcados por las siluetas de sus dorados tronos» (37).

NOTAS

1. Aurora Fernández Polanco: Edgar Degas. Historia 16, nº 36. El arte y sus creadores, Madrid, 1993, pág. 62.
2. Op. cit., pág. 62.
3. «La fotografía» (María del Mar Marcos Molano y Santiago Sánchez González). En: La cultura de la imagen, Editorial Fragua, Madrid 2006, pág. 194.
4, 5, 6, 7, 8, Op. cit, págs. 195 y 196.
9. Aurora Fernández Polanco, op. cit., pág. 61.
10. Andrew Sinclair: Francis Bacon. Su vida en una época de violencia, Circe Ediciones, S.A. Barcelona, 1995, pág. 183.
11. Andrew Sinclair, op. cit., pág. 183.
12. David Allan Mellor: «Cine, fantasía e historia en Francis Bacon». En: Francis Bacon. Edición a cargo de Matthew Gale y Chris Stephens. Madrid, Museo Nacional del Prado, 2009, pág. 62.
13, 14, 15, 16, David Allan Mellor, op. cit., pág. 62 y ss.
17, 18, 19, 20, 21 y 22, Mathew Gale y Chris Stephens: «Al margen de lo imposible». En:. Francis Bacon, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2009, pág. 14-20.
23. La fuente de estos datos proceden del ensayo de Gale y Sthepens (pág. 21).
24. Gary Tinterow: «Bacon y sus críticos». En: Francis Bacon, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2009, pág. 48
25. Andrew Sinclair: Francis Bacon. Su vida en una época de violencia, Circe Ediciones, S.A. Barcelona, 1995, págs. 59-60.
26 y 27 Op. cit., págs. 74-75.
28 y 29 Ídem, pág. 78.
30. Martin Harrison: «La pintura de Bacon», en: Francis Bacon, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2009, pág. 41.
31 y 32, Gary Tinterow: «Bacon y sus críticos», en: Francis Bacon, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2009, pág. 28.
33. Martin Harrison: «La pintura de Bacon», en: Francis Bacon, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2009, pág. 48.
34 y 35 Andrew Sinclair, op. cit. pág.31
36. Las palabras son de John Rothenstein y aparecen citadas por Sinclair en su libro (pág. 131).
37, 38,39,40. Andrew Sinclair, op. cit., págs. 134-135.

Enlaces

Versión digital gratuita para los lectores de artepoli

Kiosco Online.  Ejemplar 27 Revista Artepoli Primavera 2020

Ver artículos por separado (post)