Bellas Artes
«Buscando el resplandor y la intensidad,
me he servido de la máquina
como otros han empleado el cuerpo desnudo
o la naturaleza muerta».
Fernand Léger
minutos:segundos
Hay en la obra de Orlando Rodríguez Barea (1959) un espíritu aventurero y descubridor que nos atrapa como una novela de Julio Verne. Sus naves recuerdan por momentos a las invenciones de Leonardo, no solo por lo fabuloso de sus construcciones sino también por ese espíritu renacentista que se opone a lo dogmático y a los caminos hechos. Se respira también esa huella que dejaron los constructivistas apasionados de la Revolución Industrial, solo que aquellos atendían a la máquina mediante la frialdad del dibujo técnico mientras que nuestro artista lo hace a través de la calidez de la imagen poética y el humor.
Hélices, globos, correas, balancines, extrañas embarcaciones con velas… son algunos de los elementos que pueblan sus cuadros. Ya Fernand Léger, otro apasionado de las poleas y las ruedas dentadas, nos había mostrado que en lo mecánico también había una belleza, que una pinza de un obrero podía ser tan elegante en el campo del arte como una espada de un caballero del medioevo. Para Barea lo artificial —la máquina— plantea un contrapunteo con el mundo natural.
Sus gamas de colores análogos recrean un ambiente desgastado, con elementos metálicos en algunas ocasiones. Se apoya mucho en diferenciar gradualmente los fondos centrales de las esquinas, que pasando por diferentes tonalidades van hacia lo oscuro o hacia lo claro, según el caso. Esto crea una atmósfera muy particular; enfocamos el objeto con detenimiento, como si miráramos tras un catalejo.
Las líneas que forman los cordeles que integra al lienzo le dan fuerza visual a las composiciones, al contrastar con las curvas de los elementos pintados. Para el artista se trata de un recurso para sugerir la idea de arraigo, «el atarse a algo, sostenerse» —nos dice— , y además de incorporar estos amarres también suele adicionar otros elementos tridimensionales que amparan la idea abordada en el cuadro.
De los surrealistas ha heredado lo onírico, esa fijación en el mundo de los sueños que motivaba a Giorgio de Chirico, por ejemplo, precursor de ese movimiento, cuyos cuadros remiten a un estado atemporal. Barea reflexiona sobre el tiempo en su pintura y concibe el mundo que representa como paralelo al de la realidad cotidiana. «No importa para el hombre el transcurso del tiempo —afirma el artista— porque siempre seguirá siendo ese hombre con sus avatares, sus sentimientos, sus actitudes y respuestas; su lucha encarnizada, el bien y el mal».
En una obra como Jugando en serio, la referencia al ajedrez también se comporta como una alusión al tiempo. El juego transcurre —por su exigencia de concentración— en un vacío apartado de la dinámica de la vida cotidiana; son otros sus relojes y es otra la forma de concebir el tiempo. La construcción del caballo recuerda aquellos autómatas que despertaban el interés de los curiosos en las ferias, enormes juguetes a los que los más ignorantes les atribuían vida. ¿Pudiéramos interpretar esta asociación como una reflexión sobre lo automatizada que se ha vuelto la vida actual? La elegancia del cuadro consiste en su armonía y en el peculiar tratamiento del espacio.
En otras piezas, el uso de los textos como complemento de la imagen funciona como orientación a las posibles interpretaciones, que por más disímiles que sean van a parar a una zona común. «Delante de tí he puesto una puerta abierta que nadie puede cerrar», es una frase que resuena en la obra número uno de la serie Nexos; sin la misma la pieza perdería sentido, no pudiéramos ver más allá de sus formas. La expresión filosófica carga la imagen de contenido sin caer en la literalidad. Lejos de cerrar los códigos los abre aún más y multiplica las posibilidades interpretativas al mismo tiempo que las múltiples lecturas devienen diferentes cordones amarrados por una de sus puntas. En esa punta, donde coinciden los extremos de las infinitas lecturas, está la mano del autor, sujetando con fuerza cada extremo de los infinitos hilos de la polisemia.
Resulta muy simbólico el hecho de ubicar los objetos sobre superficies acuosas para afirmar sus reflejos, ese efecto de espejo le da al agua una condición de puente a otro mundo, sugiere otro modo de ver el objeto reflejado, que puede entrañar una revelación. No podemos afirmar que esta interpretación obedezca a las intenciones del autor, pero como ha observado el crítico de arte Gregorio Vigil-Escalera «la obra de arte dice mucho más de lo que su autor ha tenido la intención de expresar».
La madurez que muestra Orlando Rodríguez Barea obedece a una carrera larga y coherente, en la que no ha faltado la investigación y la constancia. Sus ingeniosos y mágicos artefactos son vínculos a aquella realidad en la que desenvuelve su imaginación y su talento. Estamos ante un artista auténtico, riguroso y sin más artificios que las máquinas que pinta. •■
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