De la vocación representacional que ha acompañado al hombre, ha derivado materia visual para ciertos mitos del poder político
El poder político, como rito funerario que engrandece la violencia y la confunde con un designio divino, desplaza una idea providencial de civilización como un artefacto museable. Sarcófagos, tumbas reales, bajorrelieves, cerámicas ilustradas, cofrecillos con huesos reales, todo esto envuelto en un perímetro-tesoro como pretendida unicidad de lo sagrado en el cuerpo humano que lo encarna; una estetización de la jerarquía.
Nuestra civilización (la occidental) ha sido una progresiva manera de exteriorizar el ejercicio de las representaciones. Desde lo cavernario-esotérico, pasando por la tumba-templo, hasta el museo moderno, la imagen supone un proceso apriorístico de aparente sustancialidad. Sombras primero, rito después y espectáculo finalmente.
La imagen nació como un reducto de supervivencia, un atrapador de memorias, una sombra plasmada. La imagen determina la realidad como rito de consumación previa, o así lo creía ese hombre que pintaba algún animal en una cueva paleolítica. Simulacron, imago, eidolon que deviene ídolo, figuración plástica del alma de un difunto que por connotación «habita» en su sustituto gráfico. La imagen como reducto sagrado, como la esterilización de cualquier atisbo de putrefacción. El héroe griego triunfa en la imagen sobre la muerte, el emperador romano sacraliza su abolengo trascendente también en una imagen, y el papa cristiano inmuniza su santidad en un espectáculo de representaciones.
Este trueque de la imagen como verdad que a su vez trasciende al cuerpo físico que encarna, es la clave simbólica de una inmanencia divina como versión verídica. De la tumba al templo se establece una dialéctica donde la representación será el soporte de lo inefable. Sea una tumba egipcia, que establece su entorno místico como útero, o sea, hacia dentro, o el templo griego que interpela al creyente desde su monumentalidad ornamental (aunque su acceso siga siendo restringido), la imagen se comporta como el coto consumado de lo divino. Incluso la fe que evita la imagen como medio, termina usando signos que conforman una gran imagen mística. Un cuerpo de Dios hecho de fragmentos visibles, por lo tanto representados.
Vaivenes posteriores han dejado esta propensión de lo «trascendente encarnado» de la imagen en manos del poder político. Una imagen que extremando su función simbólica se torna parasitaria.
La cultura cristiana comienza un desplazamiento en el que el santo va trasmutando en la figura del príncipe, y ya en el Renacimiento el príncipe es un imponente caballero que reta a la posteridad desde su lecho de mármol, haciendo de la fragilidad un ademán moral que queda sustituido por la espada. La violencia política comienza su ciclo sacralizado.
En el primer capítulo de La cultura del Renacimiento, titulado El Estado como obra de arte, Jacob Burckhardt narra como en la Italia renacentista de florecientes ciudades-estados, respaldadas por los volubles servicios de los condottieri (mercenarios), la nobleza política fluctuaba la violencia explícita con los servicios de pintores, poetas y arquitectos que creaban un relato visual repleto de símbolos sublimados sobre esa pugna por el poder, buscando refinar su criminalidad estéticamente con su sesgo ideológico resultante. Edificios hermosos, retratos idealizados, odas grandilocuentes… toda una fastuosidad efectista para concretar, en el imaginario presente y futuro, una imagen trascendente de familias y figuras de actuar delincuencial. Clases políticas que terminaban concretando a los Estados, transfiguradas por artistas que a los efectos fueron eficaces publicistas.
¿No ha sido la monumentalidad visual del poder político en la figura del monarca, la jefatura revolucionaria o el dictador resultante, una reacción defensiva ante la inevitabilidad de la muerte entendida como el fin del ciclo político que ellos mismos echan a andar?
La piedra grotesca, el mármol pulido o el bronce dimensionado son los sustitutos duros de lo blando. Evitar ornamentalmente la natural reducción de la existencia a un charco escatológico.
De una iconoclastia militante resulta una iconofilia por el poder del Estado, que busca volver la imagen una munición importante contra los enemigos o «paganos». Si Dios primero era un ser místico, terminó siendo un ser político, es decir, convertido en imagen. El desbordamiento del Reino de los cielos, contenido en la palabra, terminó concretado en un material visual para el vulgo. La imaginería sustituye al ardor profético.
Este molde comunicacional es usurpado por revoluciones que proponen una taxonomía secular pero de igual intención autolegitimante. La Revolución francesa prioriza la labor propagandística a cargo de Jacques-Louis David. Culto de la Razón1 es un espectáculo litúrgico diseñado por el ardor cerebral de los colectivistas que arrancan cabezas en nombre del amor fraterno. Moscú erige monumentos sobre los pedestales destronados del zarismo y Lenin será el nuevo patriarca mesiánico. El año cero de la utopía comunista echará a andar con una imagen de proyección mundial: la hoz y el martillo.
Una gran argucia ha resultado de todo esto, la sustitución del tiempo por el espacio. Un espacio cubierto por imágenes. Una seducción fantasmática que subjetiviza la idea de lo criminal. Si la imagen vivifica la letra, entonces la ideología bien puede ser una mitología.
El cuerpo del poder político se ha constituido como una ficción estética que higieniza sus conflictos de forma gráfica. Por lo tanto, un efecto de extrañamiento se despliega como membrana sobre la memoria que, a los efectos, es una foto, una escenificación que recuerda un argumento de Lacan: «la verdad tiene la estructura de una ficción».
La imagen permite una ralentización intelectiva del acontecimiento. Es así como muerto el cuerpo político pervive en la imagen como entelequia. La foto del Che, por Korda, designificada por la intrépida maquinaria de reproducción capitalista, seguirá como eidolón gravitando por la nostalgia de la guerra fría. No provocará revoluciones, pero mantendrá el ideal vivo por taxidermia.
La percepción de lo «real histórico» se ha formulado como un gran pleonasmo desde el cual un hecho si no tiene su correlato visual queda en los predios del intelecto y por lo tanto despojado de encanto político, porque la imagen es, todavía, como en aquel lejano paleolítico, un ejercicio de atrapar sombras. •
1._ El Culto de la Razón (en francés: Culte de la Raison) fue la primera religión establecida y patrocinada por el Estado francés, destinada a reemplazar al catolicismo durante la Revolución francesa. Después de mantener su influencia por apenas un año, en 1794 fue oficialmente reemplazada por el rival Culto del Ser Supremo, promovido por Maximilien Robespierre. Ambos cultos fueron oficialmente prohibidos en 1802 por Napoleón Bonaparte.
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