La pintura de Yan Bergareche (1978) tiene algo de tenebrista, algunos cuadros poseen incluso una gama de tonalidades que recuerda a Caravaggio, el claroscuro es lo que prima en ella, lo que más se destaca, pero solo se hace visible como vestidura de un sólido dibujo, de líneas bien armonizadas y de precisión.
En ocasiones representa objetos que mezclan lo mecánico con lo orgánico, piezas semejantes a ruedas dentadas conviven con extraños cuerpos vivientes, raras especies que parecen máquinas, de las que se desprenden trozos; hay una recreación visual que se nutre de las roturas, de las heridas, de los despojos…
Sin llegar a la abstracción las insinuantes formas sugieren un mundo vegetal y a veces acuoso al mismo tiempo, porque son verdes o azules «humedecidos», tonalidades sienas que parecen descomponerse bajo un charco cubierto de lino. El trabajo con la luz es riguroso, la iluminación se transcribe como venida de una fosforescencia que tuviesen los elementos que componen la escena.
Hay un control de la clave de los colores, de los valores y de las atmósferas, en las que abundan las sombras, siempre diferentes en cada área de la pieza, haciendo más atrayente el recorrido de los ojos del espectador. Suelen ser cuadros un tanto monocromáticos.
Puede hablarse aquí de una concepción de la pintura ligada a lo poético, pero no en el sentido bucólico, pues se trata de una obra hondamente melancólica, que trasmite una sensación de nostalgia. Su oficio riguroso revela un virtuosismo incuestionable. Y el dramatismo que encarnan los ambientes que logra nos hace caer en un estado de profundo silencio.
Se conduce nuestro creador por caminos que se emparentan (no tanto formalmente pero sí por dentro) con cierta zona del arte cubano de los años 70, veo una sensibilidad parecida en Osvaldo García, Raúl Santos Serpa o Alberto Jorge Carol… creadores que fueron catalogados como retrógrados por muchos artistas de las generaciones siguientes. En alguna parte ya he declarado que «combatiendo unos prejuicios instalábamos otros», y así pienso que ocurrió, que en medio de tanto auge de la instalación, el Bad Painting, la Transvanguardia italiana, y más tarde el videoarte, toda la pintura en la que se respirase algo de oficio era señalada como conservadora. Por eso me parece tan importante que un artista joven como Yan retome la importancia de cultivar la buena pintura; eso, por supuesto, sin negar todo lo que venga y todos los logros que existan en cualquier otro lenguaje.
La libertad de un artista está muy relacionada con la honestidad, y es notable cuando está realizando la obra que ama y no la que le exige una tendencia de moda. Yan no pudiera hacer una pintura como esta si no la amase, le sería imposible su realización si su motivo principal no fuese interno. Cualquier pintura agradable a los ojos, como la de Yan, es acusada inmediatamente de complaciente, superficial o comercial, pero esto no es verdad; complaciente, comercial o superficial es la manzana de Yoko Ono tratando de dar una sorpresa que no sorprende a nadie (puro ready made tardío), o vender en una importante feria, a estas alturas, una banana pegada con cinta adhesiva a la pared.
Yan no complace al mercado del arte, sino que la admiración por su oficio le ocasiona un éxito natural, no pasa a nadie gato por liebre ni acompaña sus creaciones con largos argumentos. Pinta lo que le sale del corazón y goza con ello; y el resultado es una obra de alta capacidad comunicativa, por su sensualidad, por su mesura y por las tonalidades con que edifica su discurso, que no es por suerte mental sino sensorial. Un oasis de sensaciones entre tanta abundancia de explicaciones racionales.
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