Lo interno sobre lo visible

Pinturas de Ismael Gómez

Por: Ángel Alonso

Lo interno sobre lo visible

La exploración referente al entorno, la luz y el espacio, a manos de Ismael Gómez Peralta, ahonda en una profunda comprensión del paisaje. Estamos ante una investigación que echa por tierra aquel temor de Kafka cuando decía que este género supone un impedimento para pensar. El escritor checo afirmaba que el paisaje obstaculiza el pensamiento, pues al ser bello exige ser contemplado. Nada más lejos en los cuadros de Ismael que la posibilidad de una contemplación delicada y bucólica, ajena al pensamiento y a las preocupaciones de la mente; sus imágenes nos inquietan hasta el punto de fruncir el ceño. La tormenta está allí, no representada sino vívida, ya que es él mismo quien acciona como una tempestad sobre los edificios que pinta. La atmósfera interna es la que encarna su paisaje, volcada sobre el modelo como un vendaval de lo abstracto sobre lo figurativo, o más exactamente de lo interno-abstracto sobre lo visible-figurativo.

Al abordar estos muros y estas empalizadas, poderosas estructuras que pinta envueltas en la tormentosa niebla de sus pinceladas, descubre una sublime belleza que nunca vemos igual, sino que se manifiesta cambiante ante los ojos del espectador. La primera mirada no solo no agota su curiosidad, sino que su percepción difiere mucho de lo que encontrará en la segunda. Como en aquellas grandes películas que no nos molesta repetir -a causa de que siempre encontramos en ellas elementos que no habíamos percibido- la obra de este artista nos permite encontrar en cada mirada una nueva información visual. El ritmo de la pincelada aplicada en diversas direcciones y ese acercamiento a lo abstracto que provocan sus atmósferas permite que nuestro pensamiento participe de manera activa. Las cosas quedan sugeridas y planteadas para que la imaginación las complete. Como en aquellas zonas oscuras de un retrato de Rembrandt nuestro cerebro completa lo no pintado, aquella parte del rostro inexistente, supuestamente en penumbras, que el holandés nos hizo creer que estaba allí sin pintarlo.

Esta actitud de sugerir más que decir, de dejar completar al espectador la imagen, me recuerda una clase en la que estuvimos juntos cuando éramos casi niños. Uno de los alumnos que teníamos como compañero quería dibujar con igual enfoque cada detalle del modelo, entonces el profesor le decía que el ojo no veía así, que aquello de enfocar todo el cuadro con igual intensidad parecía un sello de tabaco. Ismael se reía mucho con esa comparación y seguramente le ayudó a entender que en la pintura no hay que ponerlo todo, que hay una parte que corresponde completar al espectador.

Para Ismael y para muchos creadores contemporáneos el paisaje ha dejado de asociarse a la frivolidad y a lo banal; sus imágenes, de una fuerte carga dramática, han sabido convencer a los más exigentes especialistas sin desconectarse de aquel público más grande que admira el oficio y que, sin dejar de reconocer la valía de otros lenguajes, exige del artista una virtuosa pincelada. Porque querámoslo o no el arte, como un péndulo, se aleja de la representación de la realidad para acercarse nuevamente a ella. Se vio con el surgimiento del fotorrealismo tras tanto alejamiento de la figuración, tras tanto experimento abstracto. Y en cuanto a los recursos… ¿Cuántas veces se habló de la muerte de la pintura? 

El artista ha de estar claro de cual es su camino y no debe dejar arrastrarse por ninguna prometedora tendencia. Ismael siempre ha tenido claro esto, por eso se respira esa sinceridad en su obra. Jamás tambaleó en su propósito de seguir su propia senda, nunca se dejó seducir por aquellos de su generación que gozaban de mayor admiración por expresarse mediante otros recursos más «contemporáneos». Auténtico hasta la médula, despojado de cualquier manía de grandeza, miró siempre a su interior y dejó que su intuición lo guiara, que sus sentimientos le mostraran el camino más adecuado, el único posible: el camino del corazón, y lo digo sin temor alguno a que suene cursi, porque no lo es; cursi es la manzana de Yoko, la ridícula banana de algún tardío posconceptualista «duchampiano»… ¡Eso sí que es cursi, afectado, jodidamente pretencioso! 

Cansados de intelectualismos superfluos, de pseudopensadores ampulosos, de citas, reciclajes y apropiaciones, agradecemos una pintura como esta, contundente, bien estructurada, cuyos valores podemos apreciar sin esperar a que nos los explique un crítico.

En la serie de pinturas Requiem al Orange Bowl el demolido estadio, testigo de tantas emociones masivas, de tantos gritos de júbilo, se convierte en metáfora de una alegría perdida, encarna esa nostalgia por un pasado más colorido y risueño. Los elementos naturales que asoman entre las ruinas, como la escasa vegetación consistente en palmeras maltratadas, nos remiten a otra nostalgia, por su semejanza con las palmas que poblaron su infancia, mucho más altas y orgullosas, que personificaron en su momento una épica actualmente desvencijada, destruida hasta la más profunda decepción. 

La obra de Ismael Gómez Peralta es poderosa, no solo por su muy personal realización sino por el sentimiento que encarna, esa alusión a lo que fue, de lo que hoy solo quedan ruinas. La memoria, el recuerdo, nos llega en estos cuadros a través de una bruma, internarnos en ella nos conducirá a descubrir un insospechado tesoro. 