Bellas Artes
Tony Cragg (Liverpool, 1949) se ha consolidado como una de las figuras más relevantes de la escultura desde los años 80. Su obra ha ido cambiando, fiel a un espíritu inquieto, que sus inicios como técnico de laboratorio en la investigación polimérica pudieran presagiar y al que sin duda han contribuido sus muchos años de labor docente en la Kunstakademie de Düsseldorf, institución de la que ha llegado a ser rector. Una panorámica breve por su corpus creativo podría recalar en tres momentos fundamentales: desde las composiciones e inventarios de objetos encontrados de los primeros 80, pasando por las sofisticadas oquedades de bronce coloreado y retorcido de los 90; para recalar con el nuevo milenio en las columnas figura-paisaje, donde su persistente interés en las estructuras apiladas se entrelaza con sus más recientes inquietudes figurativas en las que el rostro humano de perfil se multiplica hasta la saciedad para devenir un motivo plástico abstracto recurrente y obsesivo.
El Centro de Arte Contemporáneo Znaki Czasu de Toruń (CSW) ha rendido este verano merecido homenaje al maestro septuagenario todavía en activo con una retrospectiva camuflada bajo el título de Esculturas y obra en papel. Con la profesionalidad y rigor que caracteriza a esta institución, le llega el turno ahora al escultor alemán de origen británico, después de haber dedicado exposiciones a figuras capitales del arte contemporáneo internacional en todas sus manifestaciones, como la performer Marina Abramowic, el pintor Sean Scully o el cineasta David Lynch.
En sus inicios, Cragg formó parte de la llamada Nueva Escultura Británica junto a otros nombres consagrados como Richard Deacon, Bill Woodrow o Anish Kapoor. Aquellos jóvenes escultores parecían conjurar el desorden del mundo mediante la recolección de fragmentos, residuos de la sociedad del consumo, y su disposición o recomposición. Él lo hacía jugando con la ambivalencia entre respetar la individualidad heterogénea de los restos e insuflarles cierta unidad propositiva; ya fuera cubriéndolos de garabatos psicoautomáticos, agrupándolos en gamas cromáticas (Spectrum, 1979), rotundas geometrías sobre el pavimento (los llamados objetos alfombra) o sencillas composiciones murales figurativas (los llamados objetos muro). Especialmente éstas últimas se convirtieron en sello distintivo y trasunto de su primera popularidad mediática, ejemplificada en obras como Gran Bretaña vista desde el norte (1981) o Revuelta (1987). A la vez, su condición de relieve parecía incluso desafiar la propia categoría escultórica, de un modo similar al de dos de sus referentes: las Esculturas de suelo de Carl André y las configuraciones de piedras procedentes de los recorridos de Richard Long.
Pero estas mismas inquietudes las podríamos rastrear en obras aún más tempranas como Stack (1973, 1975), cuyos cubos conformados a modo de sandwich estratigráfico de desechos inauguran la serie de Pilas. Aquellos primeros cubos aúnan el ingenio por afrontar la precariedad material de un Cragg todavía estudiante y la ambición por reconciliar la rotundidad de las estructuras primarias del minimalismo con la sensibilidad material y procesual del arte povera. Estos apilamientos se irán sofisticando a lo largo de los años, como evidencian dos obras de la muestra, las estilizadas torres fusiformes de engranajes industriales de Catedral (1992) y la frágil belleza traslúcida de Paisaje erosionado (1998), con sus agrupaciones de piezas de cristalería.
Resultaba entonces relativamente sencillo rastrear referentes intelectuales comunes a la posmodernidad, como el artista bricoleur del estructuralista Lévi-Strauss, y la Deconstrucción, en su afán por crear cierto sentido desde el apropiacionismo, la fragmentación y el reciclaje. Su afán por incorporar objetos cotidianos a sus composiciones denota la herencia del collage, que vanguardias históricas como el cubismo y el dadaísmo utilizaron para traer el arte a la esfera de lo real y que el arte pop y los nuevos realismos sublimaron y conceptualizaron en los años sesenta hasta que fue difícil distinguir lo cotidiano de lo artístico. Es en ese jugar con los pedazos y el color donde Cragg recupera cierto aspecto lúdico e intuitivo de las vanguardias, ajeno a la preponderante aridez conceptual y desmaterializadora de los años 70.
Pero cerrados los 80, Cragg va abandonado progresivamente las estrategias de recoger y disponer; ese traer el mundo exterior a la galería, en favor de una práctica más convencional como demiurgo generador de formas espaciales. Lo hace con una actitud desprejuiciada y experimental hacia los materiales, que lo mismo se sirve de los tradicionales: la escayola, la piedra, el bronce o el cristal; como no duda en abordar el kevlar, la fibra de carbono o la madera laminada. Así, en la serie Formas primigenias (Early Forms) explora las posibilidades plásticas de deformación del arquetipo de recipiente (vessel), plegándolo y retorciéndolo sobre sí mismo, aprovechando la ductilidad y maleabilidad del bronce coloreado. Estas formas topológicas, de sensual belleza equidistante entre lo orgánico y lo industrial, podrían bien emanar de sus experiencias juveniles en los laboratorios de la Asociación Nacional de Investigación de Productores de Caucho.
Y es que las ciencias naturales suponen para este creador una fuente de inspiración primordial, ya sean las ramificaciones de las formaciones arbustivas (Matorral, 2016), los caparazones calcáreos perforados de ciertos organismos ameboides (Forminifera,1997) o la estructura esponjosa de los huesos (Calavera, 2017). Pero son las referencias geológicas las más acusadas, manifestándose ante todo en la condición estratigráfica de sus pilas, metáfora del tiempo histórico y la memoria personal como capas superpuestas o sedimentos acumulados. También los procesos kársticos de disolución de las rocas calizas (Karst, 2020), la dinámica de fluidos y la plasticidad de las fuerzas reológicas que generan el relieve, como evocan muchas de sus columnas que lo mismo nos remiten a superposiciones de frecuencias sonoras cristalizadas, como a coladas de lava a medio camino en su proceso de solidificación (In frequencies, 2019). Intereses que evidencian la presencia siempre a mano en el estudio de su personal colección de minerales y fósiles; o la reciente publicación Tony Cragg: Micro. The Studio (2019) en la que fotografías microscópicas de diversos materiales permiten establecer relaciones con su obra al margen de referentes escalares. En cualquier caso, se trata de una mirada a la naturaleza como un punto de partida para una destilación e hibridación formal, nunca una copia o transposición formal literal.
Los últimos años han visto nacer importantes pulsiones figurativas; al principio tímidamente, al incorporar el perfil sinusoidal irregular del rostro humano a sus columnas torneadas en una fusión de excrecencias iterativas entre la suavidad de la erosión eólica, las formaciones de hongos parásitos sobre el tronco de un árbol y estilizados tótems con superposiciones multicéfalas. Juega al despiste con la pareidolia, ese fenómeno psicológico que nos lleva a percibir rostros o siluetas en ciertas formas inanimadas. Pero no sólo se trata de sutilezas perceptivas, ya que en obras como Paisaje mental (2007) esas caras resultan plenamente reconocibles, a la vez que se deshacen al estirarse en distintas direcciones conformando una suerte de tubérculo onírico, paradigma de su gusto por la distorsión elástica. A la altura de piezas como Nosotros (2015) o Sin título (Ola) (2022), el elemento o célula generadora ha devenido un ente plenamente antropomórfico, ya sea el rostro clonado y maclado o la vertiginosa marea de figuras nadadoras que conforman la rompiente.
Sus dibujos, como suele suceder con los escultores, tienen esa belleza fresca y desenvuelta del registro rápido de las ideas que luego traspasará a esculturas. Es admirable que formas tan variadas puedan coexistir en la obra de este maestro y mantener a pesar de todo una profunda coherencia discursiva. Hay una fotografía muy hermosa, Sin título (Dibujando con una cuerda) (1972), que nos muestra al escultor lanzando una cuerda al aire en los márgenes del Támesis, y cómo esta, durante los breves momentos de suspensión, va adquiriendo distintas configuraciones de filigrana, garabatos casuales congelados en el tiempo y recortados contra el lienzo del cielo. Es forma, sin pretenderlo; es proceso y es poesía. Me gusta pensar que a pesar de sus 75 años Tony Cragg, sigue así, lanzando la cuerda; esperando impenitente ese breve instante en el que aparecerá un destello de belleza. •
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