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Bellas Artes

Ruslán González Korets

Ser fiel a sí mismo

«Arte bello es aquel en el que la mano,
la cabeza y el corazón marchan juntos».
John Ruskin

Por: Ángel Alonso

Desde la manera de representar los brazos en forma de arcos, hasta la expresividad de los ojos, desde su peculiar uso del color, que moldea las formas como si se tratase de esculturas, hasta el carisma narrativo de la escena, es imposible no reconocer la obra de Ruslán González Korets (1988). 

Aplica una iluminación central en cada fragmento de sus  figuras, logrando un volumen irreal y sui géneris: una degradación paulatina de sombras a ambos lados de las formas cilíndricas que arman sus personajes. Uno de los aspectos que más identifica su obra es su cercanía al mundo de la ilustración; sus cuadros pudieran funcionar como ilustraciones de libros infantiles y también tienen una terminación tan depurada, que nos remite al mundo de la gráfica. El lenguaje logrado resulta particularmente individual, sería infuncional tapar su firma —en uno de esos concursos que utilizan este recurso, para no condicionar a un jurado de premiación— porque de todas formas reconoceríamos la autoría de la pieza. 

Las figuras de Ruslán contienen, al mismo tiempo, la ligereza del cómic y la profundidad que caracteriza a las buenas obras de arte. Sus figuras ostentan una languidez dulce, atractiva y sobre todo muy cubana; son imágenes cargadas de poesía. Nos asombra el artista cuando llena un cielo de mariposas y flores desafiando la gravedad, en pos de la metáfora, o cuando tuerce la lógica de la realidad para ofrecernos un mundo de sueños. 

Aunque su obra se ha destacado en muchos salones de arte naive, lo cierto es que la ejecución de su pincelada, el equilibrio consciente de la composición y el control de la gama de colores, así como la manera especial de construir el volumen —que aquí hemos descrito—, las degradaciones de tonos y todos los recursos que utiliza, son de una profesionalidad incuestionable. Es en la figuración donde el artista juega con los mecanismos de la pintura ingenua, y siendo esta una acción plenamente consciente no hemos de etiquetarlo entonces dentro de este tipo de expresión artística. Porque si este tipo de arte, también llamado «primitivo», se caracteriza por su simplicidad, falta de perspectiva y el uso de colores brillantes y vivos, entonces también habría que incluir dentro de este término a Matisse y a todos los artistas del fauvismo, o a Chagall que, aunque muestra claras características de la pintura ingenua, se suele catalogar como expresionista y se reconocen sus vínculos con el surrealismo.

Ruslán, en mi opinión, resulta inclasificable, porque en su pintura coinciden herencias de diversas tradiciones pictóricas. A veces se respira en su obra un cierto aire industrial, precisamente por los simétricos brazos en jarras y los elementos tubulares que asocio (muy levemente) con Fernand Léger. No porque se parezca físicamente, sino por la condición de ensamblaje que parecen tener las piezas que arman el todo. No puedo dejar de relacionar también estas figuras con cierto tipo de animación que se desarrolló en el campo socialista y que mi generación veía en la televisión, cuando prohibieron los animados de Disney por considerarlos «diversionismo ideológico». Esto seguramente es una coincidencia, porque nuestro artista es muy joven y no vivió aquellos tiempos, pero es bastante posible que este modo de representar las formas, en el que un mar parece muy sólido, o en el que una tela tiene el mismo hieratismo que un balcón o un vitral, venga de aquellas animaciones en stop motion que tanto desarrolló la animación infantil. 

Sí, es como si las figuras que Ruslán pinta fuesen fotogramas de un animado en stop motion, imágenes congeladas de una película que nos habla de nuestra cotidianeidad, de nuestras creencias: sobre todo cuando aparece la Virgen o cuando está presente José Martí.[1]

Como en un antiguo sello de tabaco, en las imágenes de Ruslán todo está trabajado con la misma intensidad, todo está enfocado con la misma precisión. Y como el ojo no ve así, ni la cámara —que lo imita— tampoco, esta uniformidad en el tratamiento de todas las formas le da un sentido narrativo a su obra. Como en las palabras que componen un cuento, los elementos se suceden uno a otro a través del recorrido que hace el espectador por la superficie del cuadro, y como no encuentra obstáculos en el tránsito de su mirada, como va peinando cada zona sin encontrar agujeros ni desenfoques, su lectura resulta pausada, uniforme y perceptiva. 

El espectador se comunica con la obra sin necesidad de explicaciones del autor, pero no porque entienda todo lo que pasa en el cuadro, sino porque su fruición estética es tan placentera que ni siquiera se le ocurre preguntar. El espectador vive el cuadro, más que leerlo, y reconoce en él los mismos elementos que le rodean en su vida cotidiana.

Temas tradicionales de la pintura cubana más emblemática, como el guajiro[2] con su sombrero, las palmas, el trabajo de arar la tierra… toman una dimensión especial en estas pinturas que nos llevan, bajo el virtuosismo de una excelente realización, a un mundo en el que lo sencillo se torna mágico y lo cotidiano se convierte en único e irrepetible. Ruslán González Korets es un artista que se encuentra en armonía consigo mismo, no hay contradicciones entre sus ideas, su manera de sentirlas y su modo de ejecutarlas. Estamos ante la demostración de que ser coherente, ser fiel a sí mismo, es el mejor camino.  ■

1._ José Julián Martí Pérez (La Habana, 28 de enero de 1853 – Dos Ríos, 19 de mayo de 1895) fue un político, ensayista, periodista y filósofo cubano, fundador del Partido Revolucionario Cubano y organizador de la Guerra de Independencia de Cuba, durante la que murió en combate. Se le ha considerado el iniciador del modernismo literario en Hispanoamérica.

2._ Campesino de Cuba.

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