Literatura Artepoli
La mañana se escurría con la pereza de quien tiene todo el tiempo del mundo. Alejandro, luego del café del desayuno, se deslizaba por las calles sinuosas del distrito artístico, ese laberinto de estudios mal ventilados y cafeterías que servían capuchinos con nombres pretenciosos y croissants zocatos(1). Era un peatón perenne, nunca había aprendido a conducir, pero esta limitación lo había convertido en un ente calmado y meditativo; un caminante perpetuo. Y es que, por su simplicidad, caminar invita a un tipo de meditación que otros movimientos mecánicos, como el de conducir un coche, raramente pueden igualar. Es un arte discreto, que no exige más que un espacio donde el pensamiento pueda divagar.
Pero aquella mañana era diferente, no prestaba atención a la vibración de las hojas que juegan con el viento, ni a las grietas en la tierra que narran la historia de los siglos, ni al canto de los pájaros, ese murmullo que parece más sabio cuanto más se le escucha; caminaba en un estado mental ambiguo: ansioso, dubitativo… y con una pizca de reverencia que se adhería a sus pasos como el polvo a los zapatos.
Era la primera vez que visitaría a Fabián, el enigmático «tótem» del arte conceptual local. Las palabras que rodeaban a Fabián en los círculos artísticos fluctuaban entre «genio» y «charlatán», y Alejandro no estaba seguro de cuál de ellas era la más adecuada, pues si bien sentía admiración por el artista, no sabía hasta qué punto sus emociones estaban condicionadas por factores externos. Sabía que cuando contemplamos una obra de arte, la mirada suele llevar consigo un peso invisible: el eco de las palabras de otros. Comentarios, críticas y relatos previos se entrelazan con nuestros propios pensamientos, moldeando una percepción que, con frecuencia, no es plenamente nuestra; las auténticas emociones quedan filtradas por las narrativas ajenas. «¿Cómo escapar del prejuicio cuando el peso de lo aprendido nos encierra?»—se preguntaba—. Se decía que admirar una obra de arte bajo estas influencias era como escuchar una música a través de un muro: intuimos su armonía, pero perdemos la plenitud de su resonancia. Estaba harto de las largas explicaciones que colgaban junto a las obras en cada exposición a las que iba, de los statements de los artistas, de las fundamentaciones con aires filosóficos de los críticos. Si la comunicación entre el creador y el receptor era, en cada caso, única e irrepetible, entonces este vínculo no habría de necesitar de las palabras, ni de teorías, para ser pleno.
«Por supuesto, las historias que rodean una obra pueden enriquecer su apreciación»—se decía—. Y se preguntaba si habría de cambiar de enfoque, verlo como una ventana y no como una vitrina. Pero acaso… ¿No es el arte más poderoso aquel que nos toca el alma en silencio, sin necesidad de explicación? Es allí, en esa conexión desnuda, donde realmente encontramos su magia.
Mientras caminaba, su mente divagaba en este vaivén casi filosófico. Pensaba en el arte contemporáneo como un territorio que oscilaba entre lo sublime y lo ridículo, lo revolucionario y lo irrelevante: Duchamp, el audaz bromista que había elevado un urinario a la categoría de arte; Beuys, el chamán del fieltro y la grasa; el movimiento Fluxus, con su insolente desprecio por las categorías… Era un universo que Alejandro admiraba pero que, a la vez, lo llenaba de una incertidumbre punzante. «¿Es el arte contemporáneo una búsqueda honesta, o una especie de pantomima intelectual?».— se preguntó—. La duda no era nueva, pero siempre resultaba incómoda.
Llegó finalmente al edificio de Fabián, un bloque robusto y gris que se erguía con un aire de indiferencia arquitectónica. Subió los escalones desgastados casi ceremoniosamente y alcanzó una puerta que estaba ligeramente entreabierta. Desde dentro, un sonido inesperado: el familiar «clac-clac» de una máquina de escribir. Alejandro vaciló antes de entrar, como si temiera interrumpir un ritual.
Allí estaba Fabián, inclinado sobre una máquina de escribir, un aparato antiguo que parecía extraído de otra era. Sus manos se movían velozmente, como si las palabras estuvieran huyendo de su mente y él no pudiera permitirse perderlas. Alejandro se detuvo en seco, desconcertado. No había esperado esto. Había imaginado lienzos, pinceles desparramados, manchas de pintura en el suelo… pero no una máquina de escribir.
Hubo un momento de vacilación antes de que reuniera el valor para hablar.
—¿Qué haces? —preguntó, con una mezcla de curiosidad genuina y perplejidad.
Fabián, sin levantar la vista ni pausar el frenético martilleo de las teclas, respondió con una serenidad casi meditativa:
—Yo aquí, pintando.
La respuesta cayó como una piedra en el estanque mental de Alejandro, creando ondas de incredulidad y reflexión. Era una especie de epifanía invertida, una revelación que no esclarecía, sino que desdibujaba aún más las fronteras de lo comprensible. Mientras descendía los viejos y desvencijados escalones minutos después, no sabía si reír, llorar, o simplemente rendirse ante la lógica elástica y absurda del arte conceptual. Y tal vez ahí residía su verdadera lección: en aceptar que, a veces, lo absurdo no es un defecto, sino el núcleo mismo de la belleza.•
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