Por: Marcos Pérez-Sauquillo Muñoz

Habitar la ruina

Londres, 1940. La Biblioteca de la Holland House es destruida por los bombardeos del Blitz a comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Los visitantes aparentan normalidad consultando las estanterías entre las ruinas. Aquella instantánea aparecida en The Sphere y tomada por un tal Mr. Harrison de la Fox Photo Agency, inmortalizó el estoicismo y la flema de los británicos ante la catástrofe, a la vez que se convirtió en un símbolo de valentía y resistencia para la población civil en tiempos de guerra. La versión contemporánea de aquella instantánea podrían ser los recientes reportajes de familias sirias que sobreviven entre las ruinas de la ciudad de Aleppo. Una alegoría de supervivencia es aprender a vivir entre las ruinas. Hecho que resulta mucho más pertinente en circunstancias como las que nos han tocado vivir en la actualidad; momentos de crisis que, exacerbados por la pandemia, han obligado a afrontar trágicas mutilaciones familiares o a reinventarse profesionalmente tras la quiebra de negocios y despidos. Simplemente seguir adelante. Como los pocos personajes que habitan el extraño paisaje de excrecencias orgánicas petrificadas que Max Ernst nos mostrara en Europa después de la lluvia II (1940-42). 

Más allá de la rehabilitación o el reciclaje convencional, muchos artistas y arquitectos contemporáneos plantean una convivencia con la ruina. La presencia del pasado evocada por ésta supone un recordatorio de finitud; un memento mori, a la vez que una conexión con la historia y con lo que permanece. Las nuevas intervenciones en cambio se introducen como parásitos que aportan por lo general un talante vitalista; de esperanza en el progreso y la tecnología. Así, ambas partes establecen un statu quo, un equilibrio no siempre proporcionado en el que conforman un nuevo ser simbionte.

Hay un proyecto muy sencillo y atractivo que ilustra a la perfección estás ideas. Se trata de S(ch)austall (FNP Architekten, 2005); una casa prefabricada que se inserta mediante una pequeña grúa adaptándose como un forro interior a los muros semiderruidos de un antiguo establo del siglo XVIII. El acoplamiento, al no ser del todo perfecto, crea superposiciones de paramentos y huecos por el decalaje intencionado entre las dos pieles, que manifiestan la interrelación de lo viejo y lo nuevo. Tan importante en esta obra resulta el objeto construido en sí como el proceso de montaje, como evidencia la mayoría del material visual referente a la misma. Abundan ejemplos más o menos parecidos en el panorama de la arquitectura doméstica -quizás más generosa y sensible a la hora de conservar las trazas maltrechas de la memoria personal y familiar-, aunque siempre y lógicamente en un frágil equilibrio con la rehabilitación convencional y funcional. Por ello nos resultan especialmente seductoras estas actuaciones tan puras y radicales. También los portugueses Sami Arquitectos entablan un sugerente diálogo de límites en la Casa E/C (2013), con los prismas de hormigón visto de la nueva estructura residencial dispuestos con arreglo al perímetro de la preexistente – una casa del siglo XVIII de la que tan sólo quedan los gruesos muros de piedra basáltica-, creando una suerte de poética de intersticios en el inigualable paisaje de acantilados frente al Atlántico de la isla de Pico en las Azores.

Pero podríamos remontarnos mucho más atrás en el tiempo… Giovanni Battista Piranesi, allá en los albores del neoclasicismo, supo plasmar antes que nadie la sensación de cohabitar un mundo parcialmente en ruinas, en ese palimpsesto urbano que es la «ciudad eterna». En sus láminas siempre aparece algún flaneur husmeando entre los imponentes restos, ya sean de la Domus Aurea o de las Termas de Caracalla. Pero su obra culmen no proviene de la observación de la realidad circundante, sino que destilará ésta cristalizando en el mundo imaginario y desasosegante de las que serían sus Cárceles (Carceri d’Invenzione, 1745-1760), que tanta fascinación han desatado desde entonces con sus intrincadas pasarelas y escaleras precarias colonizando antiguas y ciclópeas construcciones abandonadas. Estas imágenes transmiten, a pesar de su soledad, más vitalidad que la de toda la pléyade de pintores pintoresquistas que sintieron también la llamada de la ruina, habitándola en su magnificencia con pequeños personajes a escala, ya fueran intrépidos excursionistas o sencillos pastorcillos con sus rebaños, aunque sin llegar a penetrarla, más que con la mirada displicente o asombrada. En las Cárceles de Piranesi, late en cambio la vitalidad de lo viejo estable y noble puesto en uso por lo nuevo precario pero atrevido.

Ya en el siglo XIX, las románticas teorías conservacionistas de John Ruskin pretendían salvaguardar la dignidad del monumento como legado a las generaciones venideras y símbolo herido de respeto místico que encarna «aquello por lo que otros hombres entregaron su fuerza, su salud y su vida». Postura extrema sin duda, enemiga de la industrialización y en cierto modo fatalista en tanto abocada a la ruina; muy alejada de las restauraciones en estilo de ese otro gran medievalista que devendría su némesis histórica: Eugène Viollet-le-Duc.

Todavía un siglo después en las arquitecturas visionarias en papel para el Sarajevo destruido durante la Guerra de Bosnia, que el arquitecto estadounidense Lebbeus Woods publicara en Guerra y arquitectura (Pamphlet Architecture 15 Princeton Architectural Press,1993), subyace cierto acuerdo de base en clave cyberpunk con las ideas de Ruskin, especialmente en lo que él estadounidense enuncia como el «Tercer Principio» para la reconstrucción de las ciudades afectadas por la guerra. Según éste, la ciudad de posguerra debe regenerarse «desde lo antiguo dañado», en una suerte de tercera vía frente a las alternativas convencionales de restauración/reconstrucción de lo preexistente (considerado el 1er Principio) y la demolición de la ruina y creación libre y autónoma de lo nuevo (2°Principio). Denostadas frecuentemente por triviales y formalistas, las ideas Woods suponen una suerte de cicatriz perpetua, que sana pero a la vez visibiliza la herida. Sus propuestas, no extrapolables a toda la ciudad, pero sí entendidas localmente como fósiles vivientes urbanos serían símbolos duales de la tragedia histórica y la esperanza.

Los desfavorecidos frecuentemente se erigen en principales moradores de las ruinas, en tanto residuos arquitectónicos desdeñados por el resto de la sociedad. Como los gitanos y mendigos granadinos que cautivaran la imaginación de Washington Irving durante su visita a La Alhambra en 1827 y que tan bien inmortalizaran los dibujos de David Roberts y John Frederick Lewis. Esta tendencia atemporal se perpetúa a través de los polémicos okupas o squatters contemporáneos, que plantean en ocasiones modelos sugerentes como la creativa galería berlinesa Tacheles, emplazada en unos antiguos grandes almacenes en proceso de demolición, a los cuales consiguió insuflar nueva vida durante más de dos décadas tras la caída del muro. La culminación de estos procesos serían las efervescentes nuevas Torres de Babel parias, que han revitalizado superestructuras colapsadas por la crisis del capitalismo neoliberal desde principios del nuevo milenio, principalmente en Sudamérica. Así sucede con los dos mastodónticos bloques del complejo de la Companhia Nacional de Tecidos en São Paulo, conocido como Prestes Maia (por la avenida en que se localiza), o la mediática Torre de David de Caracas, abandonada en sus 45 plantas a mitad de su proceso de ejecución en 1994 y repoblada por más de 1.000 familias sin hogar hasta su desalojo formal en 2015. La investigación realizada por Urban-Think Tank a cerca de las dinámicas informales de organización de estos usos espontáneos y mixtos (pues incluyen también restaurantes, tiendas y un gimnasio) como posibles modelos urbanos alternativos, respaldado por las fotografías de Iwan Baan, les valió un controvertido León de Oro de la XIII Bienal de Arquitectura de Venecia.

Al final, habitar la ruina postula filosóficamente el asentamiento de una continuidad respetuosa con los proyectos del pasado desde la consciencia de su inevitable malogramiento. También reivindica la supervivencia del espíritu en un cuerpo-recipiente decadente, tema al que la pintora mexicana Frida Kahlo consagró buena parte de su obra surrealista y simbólica. Kahlo exploró todos los mundos posibles que cabían en ella, a pesar del dolor de su cuerpo maltrecho y enfermo. Esta sublimación del dolor y el fracaso continúa siendo explorada por artistas, desde la malograda Alina Szapocznikow con sus amalgamas orgánicas tumorales que devienen cápsulas del tiempo de la memoria personal, a Tilmann Meyer Faje con sus maquetas arquitectónicas de arcilla, que se erigen hasta estados de inevitable colapso congelados por la cocción. No podemos habitar estas estructuras, pero sin duda nos inspiran en igual o mayor medida que sus homólogas arquitectónicas. Reivindican la vida. 

«(…)La razón por la que vine:
el naufragio y no la historia del naufragio
el objeto en sí mismo y no el mito
el rostro ahogado que mira siempre fijamente
al sol
la prueba del daño
convertida por la sal y el vaivén en esta
raída belleza
las cuadernas del desastre
que protestan curvadas
entre los indecisos visitantes.

Este es el lugar.
Y aquí estoy yo (…)»

Adrienne Rich, Buceando hacia el naufragio (fragmento) (1972).

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