El Minimalismo y La Muerte

Por: Marcos Pérez-Sauquillo Muñóz

«En el año 1913, intentando desesperadamente liberar el arte del peso muerto del mundo real, me refugié en la forma del cuadrado.»

Kazimir Malévich, El mundo no objetivo (1927)

La visión monótona y abrumadora de la malla extensiva de camas del hospital de campaña implantado en los recintos feriales de Madrid, para acoger a los afectados por la crisis de la pandemia del COVID-19, resuena con el eco de las redes aescalares de estructuras primarias del Minimalismo. Esta imagen siniestra tiene quizás su explicación en que la austeridad de la repetición de elementos nos remite también a los cementerios y su multitud de lápidas similares, sin necesidad de recurrir a casos más propiamente afines a la estética minimalista como la homogeneidad extrema de los cementerios militares dejados tras las dos Guerras Mundiales que sobrevuela el imaginario colectivo, ya se hallen en La Targuette, Colleville-sur-mer (Normandía), Florencia o Arlington (Virginia).

Podríamos relacionar la vista sesgada de las cruces del cementerio americano de Normandía, con las 99 piezas cruciformes en piedra caliza azul de Bélgica dispuestas por Carl André en su obra Breda (1986); o las sencillas lápidas de Arlington con los 100 paralelepípedos de hormigón de Lament for the Children (1976), del mismo autor. Sin duda hay afinidad entre el Minimalismo y La Muerte. Estas estructuras nos perturban de la misma manera que lo hiciera en 1945 la vista aérea de los barracones del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, pues con su abolición de toda jerarquía, disuelta en una multitud de elementos iguales suponen el triunfo de un mundo mineral y homogéneo frente a nuestras vanas inquietudes individualistas; la constatación de la mera presencia frente a nuestras ilusiones y sueños; La afirmación de la realidad corpórea frente a nuestras aspiraciones inmortales. La pérdida del pedestal.

Extasis
Juan Luis Moraza – Extasis Estatus Estatua – 1994

No sería del todo ilegítimo desde el punto de vista de la historiografía empezar a desgranar este vínculo entre el minimalismo y la muerte en 1913, con el Cuadrado negro de Kazimir Malévich. Ya Barbara Rose en su célebre artículo ABC Art (Art News, 1965) acogía los incipientes «objetos» minimalistas como una síntesis entre la abstracción reduccionista y geométrica de Malévich y los ready made de Marcel Duchamp. Si la muerte es la puerta a una nueva dimensión; así se presentaba aquella imagen algo siniestra, suspendida, suturando la esquina superior de la sala de La última exposición de Pintura Futurista 0.10 que entre diciembre de 1915 y enero de 1916 se pudo ver en la Galería Dobychina de Petrogrado. Allí, junto a la obra de otros 10 artistas radicales rusos nos saludaba el grado cero de la pintura, un nuevo amanecer del arte… ¿o quizás un punto final? Su autor ya venía trabajando en él desde 1913, con los diseños para el telón de la ópera futurista Victoria sobre el sol, junto al músico Mikhail Matyushin y los poetas Aleksei Kruchenykh y Velimier Khlebnikov. Si en aquella dramatización, los protagonistas pretendían abolir la razón capturando el sol y destruyendo el tiempo, también la oscuridad y la muerte pone a todos en esa tesitura. Así pues, aquella figura magnífica y terrible reaparecería y se consagraría para la Historia y el Arte en aquella esquina del número 7 de Marsovo Pole. No es casual que ocupara además la posición reservada a los iconos en una casa tradicional ortodoxa, la llamada «esquina roja» o «rincón bello», espacio de contemplación y oración, visible desde la entrada al hogar y preferiblemente orientado al este. Lo sagrado por lo profano.

Tampoco lo sería que años después aquella presencia siguiera presidiendo el féretro suprematista de su progenitor, protagonizara el cortejo fúnebre y hasta colonizara su lápida junto a un espléndido roble, por lo menos hasta que el desbordamiento de la metrópolis moscovita la fagocitara y regurgitara en un nuevo grado cero inmobiliario sobre la tumba de aquel santón de la vanguardia.

Rastreando a la Parca podríamos saltar en el tiempo del Cuadrado negro de la tumba de Malévich junto al roble hasta 1962 y lo que podría ser la traslación de éste a las tres dimensiones: el cubo de acero de la obra Die (Morir). Su autor, el arquitecto y escultor estadounidense Tony Smith, es otra figura tangente al arte minimalista, enraizada en el expresionismo abstracto neoyorquino y prácticamente una generación mayor a la de los considerados como 5 padres fundadores de la corriente (André, Flavin, Judd, Morris y Lewitt). En aquellos contundentes 6 pies cúbicos de proporciones vitruvianas latía la preocupación de acertar con la escala adecuada -sin decantarse ni hacia el estatus de monumento ni hacia el de mero objeto-, con el objetivo primordial de transmutar al espectador en un actor, que se compara y se mueve alrededor de ese objeto-masa, para acabar, de un modo trágico, haciéndose más consciente de su propia corporeidad. Considero que es en este punto donde asoma la presencia de la muerte a la que alude el propio título de la obra, más allá del guiño léxico a la técnica de fundición a presión (die casting en inglés) o de la rumorología que habla de alusiones a la profundidad media de una tumba (los coloquiales six feet underground) e incluso a las cajas cúbicas de la medicación para la tubérculosis que su autor tenía que tomar de niño y con las que jugaba a modo de improvisado kit de construcción. Todo ello son sin duda capas que enriquecen y completan la lectura de la obra y hasta cierto punto verosímiles en un artista que, como Smith, afirmaba que su arte no era «producto de un cálculo consciente, sino que estaba inspirado en los enigmas y tumultos del inconsciente.» ¡Nada más alejado del distanciamiento analítico de las obras con las que sentarían cátedra sus compañeros minimalistas algo más jóvenes! Aunque el resultado por lo menos en lo formal, resulta más próximo al «Lo que ves es lo que ves», que decía Frank Stella a propósito de sus seminales Black Paintings (1958-1960) que al batiburrillo de los drippings existenciales y chamánicos de Pollock. Y no es casual que aquellas obras de Stella fueran negras -como el cuadrado de Malévich-, planas y ejecutadas con pintura industrial, cuando lo que pretendes es la negación de todo ilusionismo y subjetividad. Presentarte con la rotundidad de una lápida.

En el ámbito propiamente arquitectónico podríamos ahora retrotraernos a ese otro gurú de la modernidad, el Adolf Loos del Ornamento y delito, para encontrar en el proyecto irrealizado del Mausoleo de Max Dvořák (1921) otra piedra de Rosetta del arte minimalista más fúnebre, conformando a través de sus bloques de granito negro sueco un volumen arquetípico compuesto por un cubo coronado por una pirámide escalonada, quizás resultado de la depuración formal del Mausoleo de Halicarnaso como apunta Hal Foster. Honrando a los muertos a través de la geometría severa y la oscuridad telúrica. La búsqueda de la simplicidad técnica y la repetición modular que caracterizaría gran parte de la modernidad heroica podía en retrospectiva avivar la imaginación de los artistas minimalistas sesenteros. Pero en el fondo, los páramos de las alienantes ciudades de Hilberseimer estarán por siempre teñidos del positivismo emprendedor que las demandas socioeconómicas que la posguerra exigían, tan alejado de los refinamientos cognitivos y solipsistas del minimalismo posterior…

Alguien tan poco susceptible de afinidad estilística al Minimalismo como fue uno de los fundadores del Postmodernismo, Aldo Rossi, concibió en el Cementerio de San Cataldo (1972-1984), una reinterpretación moderna en clave volumétrica del espacio interior de los columbarios romanos. A pesar de su vínculo con los escenarios ilusorios de la pintura metafísica de Giorgio de Chirico, el arquitecto milanés abogaba desde las teorías de La Tendenza por una esencialidad formal y tipológica que remitiera a las arquitecturas anónimas tradicionales, alejándose de la singularidad expresiva de cierta modernidad vinculada a las exploraciones plásticas formales de las primeras vanguardias. Este laconismo formal constituye el principal punto de conexión con el Minimalismo. El cubo despojado, perforado y vacío en su interior de la Casa de los Muertos, se abre en sus cuatro costados con multitud de ventanas-hueco todas iguales, remitiendo a su vez a la abstracción de la malla ortogonal de la Casa del Fascio de Terragni (1932-1936) y a la invocación del pasado mítico del Palazzo della Civiltà Italiana (1939) (conocido popularmente como el «Coliseo Cuadrado») realizado para la Exposición Universal de Roma de 1940 (EUR) por los arquitectos Giovanni Guerrini, Ernesto Bruno La Padula y Mario Romano. Esta imagen resonará a su vez a posteriori en ese columbario del capital que concibió Alberto Campo Baeza para la Caja de Ahorros de Granada (1992-2001), al igual que los cajones de hormigón de los 15 Untitled Works in Concrete para la Fundación Chinati (1980-1984) de Donald Judd en las soledades del árido paisaje tejano lo harán de manera más sutilmente implantada en las verdes laderas frente al océano atlántico del Cementerio de Fisterra (1998-2000) de nuestro César Portela, tejiendo una red de relaciones entre arquitecturas de vivos y muertos, teñidas por la melancolía de los últimos.

Desde entonces son muchos los que recogen el testigo de la corriente, maridando la sobriedad formal del Minimalismo con los espacios de los muertos, ya porque ese ascetismo vertebre toda su obra, porque la severidad y serenidad formal así lo sugiera; o por los imperativos de la moda Minimal Chic… En el primero y más loable de los casos podríamos citar a los Batlle i Roig del Tanatorio de Sant Joan Despí (2009-2011) o los Ted’A Arquitectes del reciente proyecto para el Crematorio en Thum (2015, junto a Maccari Carrera Architects), -por mencionar sólo algunos ejemplos en clave nacional-. Otro punto de fuga no del todo ajeno sería explorar el vínculo de esta estética con el hecho religioso, siempre bañado por la necesidad de ofrecer respuestas ante la muerte, y que podríamos encontrar materializado en multitud de ejemplos, desde la obra primigenia de ese apóstol benedictino que fue Hans Van der Laan hasta la Capilla de madera de John Pawson (Lutzingen, 2018), pasando por la Iglesia de la luz de Tadao Ando (Ibaraki, 1989).

Lament For The Children
Carl André – Lament For The Children – 1976

En el fondo si algo nos dejó el Minimalismo más allá de la gran colección de objetos específicos de refinado diseño miesiano, fue la recuperación del extrañamiento y el terror antropológico que nos supone la confrontación con esas formas arquetípicas, que lo mismo nos remiten al menhir neolítico que a la depurada factura extraterrestre del monolito de Stanley Kubrick. Una llamada al silencio después de los excesos formales y expresivos de las vanguardias, una negación del ego zen ante la permeabilidad carnívora del mercado del arte cuestionando, con sus obras facturadas en taller, el concepto mismo de autoría, y que evolucionaría hacia formas todavía más extremas, como el arte conceptual, el land art y la performance.

Es sumergiéndonos en ese camposanto de Estructuras Primarias, como las que desplegaba Robert Morris en la Galería Green de Nueva York en 1964, que, tras una exploración fenomenológica y gestáltica de ese nuevo-viejo espacio, ese grado cero de la escultura, regresaremos del inframundo renacidos, no como espectadores pasivos, sino como performers, Orfeos contemporáneos. Y aun así, inevitablemente todo idealismo rígido tarde o temprano termina por ser socavado por las pulsiones entrópicas y aquella imagen primigenia e inquietante de orden y limpieza del hospital de campaña en los Recintos Feriales, tornaría tarde o temprano en un campamento neobabilonico de lucha por la supervivencia. Así, el desorden es vida; como si el propósito final de los discípulos fuera dulcificar el dogma del maestro para hacerlo más humano y redescubrir poco a poco el pintoresquismo. Se animan suavemente las columnas de hormigón del Monumento a las Víctimas del Holocausto de Peter Eisenman en Berlín (2005), las propias variaciones de las estructuras de Carl André (Uncarved Blocks, 1975) o los ejércitos de tacones de Juan Luis Moraza (Éxtasis, status, estatua, 1994) en su devenir hacia la multiplicidad… Sólo queda esperar.

En cualquier caso, el mal envejecimiento del Cuadrado Negro de Malévich, con el agrietado de la superficie del óleo de aquella abstracción iconoclasta que terminó deviniendo icónica, ¿no terminará por haberlo devuelto sorprendentemente a la vida animando la frialdad inerte de su superficie? 

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