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Bellas Artes

El hermano pueblo

Serie de Saidel Brito

«La profundidad debe ser ocultada. ¿Dónde? En la superficie».
Hugo Von Hofmannsthal

Por: Ángel Alonso

Ya es casi un lugar común describir los tiempos que corren como un imperio de banalidad y anestesia virtual, momentos de postureo en los que se ha confundido el entretenimiento con la felicidad, en los que reina la indiferencia ante todo lo que huela a problemas sociales. Por eso cada vez nos sorprende más encontrar un artista cuya obra sea contenedora de un pensamiento verdaderamente profundo, ese que se manifiesta sin arrogancia.

El artista cubano-ecuatoriano Saidel Brito (Matanzas, Cuba, 1973) en su serie El hermano pueblo, se aleja de lo descriptivo y enfoca su investigación en los aspectos internos de un fenómeno muy específico que nos describe desde su statement: «el uso de imaginarios históricos y de la gráfica generada en los países del bloque comunista durante los siglos XX y XXI». 

Partiendo de esta base, ha elaborado un trabajo tan complejo y laberíntico que resulta todo un reto para el crítico intentar desentrañarlo. Estamos frente a un creador  que prioriza el rigor de su búsqueda y no pretende la fácil recepción de su propuesta artística. Lo literal da paso a lo metafórico y lo visualmente impactante se mantiene al servicio de la idea, justo en ese límite en el que los recursos usados no se exceden.

«La pintura plana, cuasi digital y destexturizada de mis obras —nos dice el artista— busca, desde la ambigüedad que engendra la propia ausencia de materia pictórica, encontrar un lugar en la multitud de significados e interpretaciones que la tradición pictórica ofrece».

Lejos de complacer al espectador, prefiere inquietarle. La comunicación se establece a partir de aquella capacidad que tiene el arte para edificar un discurso visual no verbal, sugerente, sensible y múltiple, que el receptor atrapa sin la necesidad de que le sea explicado, porque lejos de obtener una cómoda respuesta se siente interpelado en su subconsciente; su curiosidad se agudiza al estar en presencia de aquello que cree conocer y al mismo tiempo siente que está descubriendo por primera vez. Esta dicotomía enriquece sumamente su fruición estética, pues está redescubriendo, bajo una nueva visión, lo que antes había consumido de forma mecánica y lineal 

Cuando el artista se centra en una experiencia humana real, puede darse el lujo de abordar cualquier tema, incluso aquellos de carácter político,  sin correr el riesgo de caer en las obviedades del panfleto. Aquí no existe aquella pretensión activista (o artivista[1]) de «transformar la sociedad», tampoco se trata de un «compromiso social» de aquellos que suelen esclavizar a muchos creadores, al tiempo que les atan a posiciones políticas inflexibles. 

En esta obra lo que miramos nos resulta familiar, pero no lo reconocemos a primera vista; como en la experiencia del déjà vu, tenemos la impresión de haber estado allí, sentimos una sensación parecida al encuentro casual que tenemos con aquel amigo de la infancia que ya ha cambiado demasiado su aspecto. Y es que lo que en esta producción se ha reciclado también se ha re-significado; lo que viajaba en una sola dirección se ha multiplicado infinitamente en una suerte de campo cuántico. El autor se aleja del hedonismo y no puede decirse que sea hermético, pero al mismo tiempo, rechaza las lecturas uniformadas.

Resulta inesperada su pesquisa, pues aborda con particular humor aquello que los gobiernos estalinistas y sus herederos se tomaban tan en serio. Él aprovecha las posibilidades expresivas de esta gráfica, la desvincula de su uso original y establece nuevas relaciones con ella desde el campo de la subjetividad que le ofrece la pintura. Es entonces cuando se hace presente la gestualidad del expresionismo abstracto, la caligrafía oriental y otros recursos heredados de las vanguardias. 

Lo que en otro momento histórico —controlado desde el poder— tenía un significado específico, él lo lleva a la abstracción. Aquello que era un código preciso para manipular a las masas con un mensaje simplista, él lo transporta al terreno de la polisemia y la subjetividad. De ese modo, espiritualiza lo pedestre, eleva a un espacio de posibilidades infinitas lo que en su momento estuvo al servicio de una vulgar consigna.

Es bastante posible que su trabajo como profesor haya condicionado esta claridad, esta consciencia sobre lo que pinta, pues somos un híbrido de todas las actividades que llevamos a cabo. No se puede desligar su producción artística de su trabajo intelectual. Y no solo las acciones de un individuo están relacionadas entre sí, sino también con la sociedad en la que vive. Específicamente en el caso de la pedagogía, el dinamismo del pensamiento se retroalimenta constantemente; una clase, un debate… tienen la facultad de desarrollar el pensamiento del alumno, pero también el del profesor, que puede que sea quien más esté aprendiendo. El profesor transmite conocimientos al alumno desde sus programas, desde sus libros, pero al mismo tiempo se está nutriendo de ese conocimiento vívido que le ofrecen sus estudiantes. 

Saidel es un artista que no se esclaviza a un modo de representación seriada o de estilo, no trabaja a partir de las formas, se trata más bien del camino opuesto, el de utilizar las formas adecuadas a su discurso sin pretensión alguna de uniformidad. Él sabe que la coherencia no está en repetirse, sino en ser fiel a su propuesta artística.  Si la pintura —y las artes visuales en general— han tenido que reelaborar su propia discursividad y asumir una lógica de resistencia en muchos casos, aquí ese fenómeno ocurre de manera consciente.   ■

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