El artista como rueda y tornillo de la historia

He vuelto a ver aquella foto de Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda e Información del Tercer Reich y amigo íntimo de Adolf Hitler, en la que aparece recorriendo los salones de la Haus der Kunst, de Múnich, durante la apertura de la exposición Entartete Kunst (Arte Degenerado), en 1937. Ataviado con sombrero y gabardina, pasea su mirada arrogante y llena de desprecio por las paredes donde cuelgan, sin orden, los cuadros de toda una pléyade de artistas de la vanguardia europea: Max Beeckmann, Max Ernst, George Grosz, Wassily Kandinsky, Franz Marc, Emil Nolde, y otros más.

Pertenecer a la selecta nómina de los «artistas degenerados» significaba, en los tiempos de la Alemania nazi, estar sujeto a distintas sanciones que podían ir desde tener que abandonar una cátedra, si se era profesor, hasta sufrir la confiscación de la obra, con la consiguiente advertencia de no poder realizar ninguna otra, si se era artista.

Sin embargo, aquel alto representante del Estado alemán había apreciado, al menos durante un tiempo, las obras del pintor Emil Nolde. Y, ¡cosas de la vida!, había llegado, incluso, a considerarlo el mejor artista plástico de Alemania. Pero como a Hitler no le gustaba aquel arte (no encajaba en sus fines propagandísticos), cambió rápido de criterio para aceptar, sin condiciones, el del jefe supremo. Se afirma, incluso, que Goebbels había tenido algunos cuadros de Emil en su despacho, pero sólo hasta que Hitler entró en él y los vio. Luego desaparecieron para siempre (1). De nada le había servido al destacado artista simpatizar con el partido nazi y militar en sus filas. De su entusiasmo inicial había derivado al escepticismo y finalmente al miedo. Y si se mantuvo afiliado al Nacionalsocialismo fue sólo para protegerse de posibles sospechas y represalias.

A fin de cuentas, lo único que a Nolde le interesaba era poder pintar. Pero su currículum vitae no le permitió asumir la máscara tras la cual ocultarse. Aquel hijo de labriego, devenido importante figura del expresionismo alemán, mostraba una hoja tan sospechosa como la de cualquier descendiente de judío o bolchevique. Se había dedicado al estudio de los pueblos primitivos, y a visitar con frecuencia el Museo de Etnología de Berlín. Su interés por lo primitivo y exótico (motor de casi todas las experiencias vanguardistas de la época) no guardaba relación con las tesis racistas y xenófobas de Hitler; al contrario, le había inspirado, entre algunas de sus piezas más conocidas, el célebre retablo La vida de Cristo –dividido en 9 partes– que provocara cierto revuelo en una exposición de arte religioso en Bruselas.

Insatisfecho aún, había viajado en 1912 a Nueva Guinea, para ver, en vivo y en directo, cómo era que esos pueblos realizaban su arte. A lo largo de varios meses, aquel descendiente de labriego cuyo verdadero apellido era Hansen, había hecho un recorrido que lo llevaría de Moscú a Siberia, y de ahí a Manchuria, Corea, Japón, China, Manila y las Islas Palau. De regreso, en 1914, había pasado por las islas Célebes, Java, Birmania, Aden, Port Said, Génova y Zurich. El estallido de la Primera Guerra Mundial provocaría que su equipaje -con toda la obra realizada en Oceanía- se extraviara y no apareciera hasta 1921.

Primero fue la confiscación de 1.052 obras suyas, propiedad de museos y galerías. Y posteriormente su expulsión de la Reichskunstkammer (Cámara de Bellas Artes del Reich) con la consiguiente prohibición de volver a pintar.

Arte vs propaganda

Lo que sucediera a Emil Nolde -y a muchos de sus camaradas- (2) no constituye una excepción dentro de la historiografía del arte. Porque todo proyecto totalitario, sea de izquierda o derecha, engendra sus propios fantasmas. Mientras las obsesiones de Lenin tenían como fundamento la creación de un arte proletario que fuera, según un texto suyo de 1905 (3), «rueda y tornillo (de su partido), puesto en movimiento por la vanguardia consciente de la clase obrera», las del Führer se basaban en la delirante visión de un futuro Berlín lleno de edificios y esculturas monumentales, centro del imperio que proyectaba erigir. Entre sus ciclópeas aspiraciones y la realidad mediaban los artistas, instrumento ideal para llevarlas a vías de hecho.

Herr Adolf, que en su juventud había intentado sin éxito seguir la carrera de pintura, como esteta era igualmente un dictador: odiaba el arte, y por extensión al artista que no se sometiera a su proyecto político. La que reservaba al pueblo alemán, tenía que ser una estética consagrada a ensalzar los valores de la familia, la nación y la raza aria. No cabían en ella ni el surrealismo, ni el dadá, ni el cubismo, ni ninguna de las corrientes de las vanguardias históricas surgidas en Europa entre 1909 y 1922 –como el expresionismo alemán– tan propensas, según su criterio, al desorden espiritual, el derrotismo y demás actitudes decadentes.

Lo mismo que Lenin, Hitler también quería un arte y una literatura que fueran rueda y tornillo de su programa y que giraran en torno al pueblo. Su objetivo no podía ser otro que difundir su ideología. Y sus líderes –entre ellos el ministro Goebbels– se esforzaron al máximo en lograr el alineamiento de los artistas alrededor de tales principios.

Aparte de los artistas que practicaban un «arte degenerado», quedaron excluidos los judíos y todo el que resultara sospechoso o indeseable para el Estado. Y la primera señal de advertencia no pudo resultar más clara: una quema simbólica de libros y autores que no encajaban en el nuevo diseño social. El 10 de mayo de 1933 eran quemados Brecht, Remarque, Thomas Mann, Werfel, Feuchtwanger y otros. Que fueran los miembros de la Asociación Nacionalsocialista de Estudiantes Alemanes (NSDSTB) quienes ejecutaran la orden no debe sorprender: sobre los hombros de las nuevas generaciones descansan siempre los sueños más inescrupulosos de los dictadores de turno. Al cabo, son ellas su principal carne de cañón porque son y serán la verdadera rueda y el verdadero tornillo de sus ambiciones políticas (4).

En septiembre de ese mismo año se crea la Cámara de Cultura del Reich, con el gordo Hermann Goering al frente de la misma (5). Su tarea es controlar y supervisar las Cámaras de Cine, Música, Teatro, Prensa, Literatura, Bellas Artes y Radio del Reich. A partir de ese momento, para poder ejercer como tales, los escritores y artistas están obligados a pertenecer a esta nueva institución, pero sólo ella tiene la potestad de decidir quién entra, y quién no.

El artista y la censura

Durante los primeros veinte años de revolución bolchevique en Rusia se pudo crear libremente, y aunque Lenin aspiraba a una literatura y un arte proletarios, no sucumbió a la tentación de instrumentarlos. Político viejo y sagaz, sabía que tomar una decisión semejante, en medio de una guerra civil, no sólo provocaría alarma en las filas de la intelectualidad revolucionaria, sino que acabaría poniendo fuera de control a los que –como Kandinsky, Malévitch y los hermanos Pevsner– no eran revolucionarios, pero ocupaban cargos de dirección en las nuevas instituciones creadas por el Estado, o colaboraban con ellas (6). Hasta entonces, no constituía un crimen político que muchos de aquellos artistas se enfrentaran abiertamente a la gnoseología marxista, rechazando los vínculos entre realidad y arte. Pintores como Malévitch argumentaban que los fenómenos de la naturaleza objetiva carecían en sí de un significado, y al otorgar un peso decisivo a la sensibilidad lograron el milagro de hacer un arte “sin objetos”. Siguiendo este hilo conceptual, Malévitch concluía con una sentencia que habría puesto seguramente los pelos de punta a cualquier marxista ortodoxo, pues de esa manera -decía- se llegaba «a un desierto donde nada es reconocible fuera de la sensibilidad» (7).

Lenin prefirió, pues, silenciar sus desacuerdos con aquella vanguardia, cuyas manifestaciones artísticas decía siempre no entender. Y decidió aguardar el arribo de tiempos mejores para llevar a cabo la realización de sus proyectos.

Ilich tampoco albergaba simpatías hacia Mayakovski, alma del LEF (Frente de Izquierda de las Artes), pero supo aprovechar de manera conveniente la influencia que tenía sobre un amplio sector de los intelectuales soviéticos. Gracias a la mediación de Anatoli Lunacharski, Comisario del Pueblo de Instrucción Pública, las severas y sistemáticas críticas dirigidas por el líder bolchevique al poeta ruso empezaron a mermar, pero no desaparecieron.

«Es absurdo, idiota, una estupidez rematada y una gran vanidad -escribió a Lunacharski, reprendiéndolo por haber permitido una tirada de cinco mil ejemplares del libro Ciento cincuenta millones de Mayakovski-. A mi juicio deben imprimirse una de cada diez de esas cosas, y con tiradas no superiores a los 1.500 ejemplares». (8) A manera de disculpa, Lunacharski escribirá más tarde que su líder tenía gustos bien definidos, que amaba a los clásicos rusos y el realismo en la literatura, el teatro, la pintura, etc. Y que, por supuesto, mantenía una actitud negativa hacia el futurismo.

De lo que no cabe duda es que hacia 1930 la situación de la vanguardia en Rusia, en particular del LEF, resultaba asfixiante, y Mayakovski se sentía solo y desesperado. Sus últimas piezas satíricas La chinche (1929) y La casa de baños (1930), en las que el poeta ruso atacaba ferozmente a la burocracia del régimen, habían sido motejadas de subversivas por la prensa del Partido y –como afirma Marc Slonim– acabaron por desaparecer de la escena soviética. Poco después, el 14 de abril del mismo año, el cantor de Lenin y de la Revolución de Octubre se disparaba un tiro. Creo que fue la única salida posible para un hombre que no habría podido soportar las recalcitrantes medidas que comenzarían a imperar en la cultura soviética apenas cuatro años más tarde.

Marxismo y arte

Sin duda alguna, fue León Trotski el más inteligente y preparado de cuantos líderes figuraran en el Politburó del Partido Comunista de la URSS en tiempos de Lenin. Su capacidad para adentrarse en los asuntos de la política, la economía y la cultura era notoria, y así lo demostró en algunos de sus libros y artículos, evidenciando en ellos desacuerdos esenciales no sólo con las ideas manifestadas por futuristas y formalistas –con los primeros por pretender erigirse como la única vanguardia posible del arte y la literatura en revolución, y con los segundos por negar a rajatabla el vínculo entre forma y contenido en una obra literaria– sino incluso con respecto a la aspiración leninista de crear, en el período de transición al socialismo, un arte proletario genuino, y de altos valores estéticos.

Los argumentos de Trotski pueden hallarse en su libro Literatura y Revolución, de 1923, donde realiza un amplio y no menos juicioso análisis sobre los problemas del arte y la literatura en la Rusia bolchevique, sus tendencias y principales figuras. Si resultaba evidente el enojo de Lenin frente a lo que solía denominar «espantajos» futuristas, Trotski, en cambio, jamás mostró signo alguno de prejuicio estético o político en sus reflexiones. Frente a las pretensiones de los futuristas de convertirse en los auténticos representantes del arte en la nueva sociedad, Trotski comenta: «Las premisas ideológicas necesarias para la revolución surgen antes de la revolución, mientras que las transformaciones ideológicas realmente importantes, derivadas de la revolución, sólo surgen mucho más tarde. Por eso, sería demasiado poco serio tratar de establecer, fundándose en analogías y comparaciones, una especie de identidad entre el futurismo y el comunismo, y deducir de esto que el futurismo es el arte del proletariado».

Más que bajarles los humos a los del LEF, el propósito del líder soviético era hacerles comprender que su obra, por meritoria que resultara, aún estaba lejos de constituir la que se gestaría en una sociedad futura, respaldada por condiciones materiales y sociales muy superiores, y al margen de la lucha ideológica. Y al situar al futurismo en un momento histórico específico, y en un contexto dado, no hacía otra cosa que aclarar el papel artístico (además de político) que le tocaba desempeñar (9).

Aunque Trotski defiende la concepción marxista del condicionamiento social objetivo del arte y de su utilidad social, no deja de comprender que la forma artística goza de cierta independencia con relación al contenido, «pero el artista que crea esta forma y el espectador que goza de ella no son máquinas vacías, hechas una para crear la forma y otra para apreciarla. Son seres vivos, con una psicología cristalizada y hasta cierto punto unida, aunque no siempre armoniosa.»

Y es aquí, en este punto, donde las ideas de Trotski y las de Lenin se separan de manera definitiva. En otro capítulo de su libro, Cultura proletaria y arte proletario cuestiona la posible existencia dentro de la sociedad socialista, de un arte netamente proletario. Tomando en consideración que «la formación de una cultura alrededor de una clase dominante exige un considerable período de tiempo y no alcanza su plena realización hasta el momento precedente a la decadencia política de dicha clase», termina rechazando la posibilidad de que el proletariado tenga el tiempo suficiente para crear su propia cultura. Y concluye de manera categórica: «En otras palabras, durante el período de la dictadura no cabe pensar seriamente en crear una nueva cultura, es decir, no cabe edificar a nivel histórico superior. Por el contrario, cuando la mano de hierro de la dictadura desaparezca, comenzará una época de creación cultural sin precedente en la historia, pero sin carácter de clase. De donde hay que concluir la consecuencia general de que no sólo no hay una cultura proletaria sino que nunca la habrá y que en realidad no hay motivos para sentirlo. El proletariado ha conquistado el poder precisamente para acabar para siempre con la cultura de clase y para abrir paso a una cultura humana. Muchas veces parece que olvidamos esto». (10)

La nueva estética

Entronizada como política oficial de la URSS a partir del Congreso de Escritores de 1934, la nueva estética no sólo arrasó con los vestigios de libertad de creación que aún sobrevivían en Rusia, sino que, con Iósif Stalin al frente del Partido, se inauguró una etapa de persecución sin precedentes contra todo intelectual que no se sometiera a los nuevos dictados. La rica experiencia de movimientos artísticos surgidos de la revolución, como el constructivismo, el productivismo y el LEF (con Mayakovski, Tatlin y Rodchenko entre sus filas), que combinaron los aportes de las vanguardias con el compromiso político, quedaría anulada, siendo sustituida por una suerte de realismo decimonónico que pintores como Isaac Brodsky (1884-1935), y escritores como Nikolai Ostrovski (1904-1936) y Alexander Fadeiev (1901-1956) no tardaron en respaldar.

Los artistas inconformes y rebeldes que no optaron a tiempo por el exilio, acabarían siendo víctimas de la terrible ola represiva desatada por Stalin, como fueron los casos de Osip Mandelstam (1891-1938), poeta ruso de origen judío-polaco, y el periodista, escritor y dramaturgo Isaac Babel (1894-1940), dos de los escritores más importantes de la Rusia soviética.

Detenido por haber leído en público un poema contra el dictador, Mandelstam sería enviado de castigo a un campo de trabajo forzado donde moriría a causa de las bajas temperaturas y las penurias. Más patético resultaría el caso de Babel, quien durante su juventud se había enrolado en el Ejército Rojo como corresponsal de guerra. Tras publicar Caballería Roja (1929), libro que le daría celebridad universal, comienza a sufrir una minuciosa campaña de difamación y mentiras que culminan con su detención en 1939. Al morir Gorky –su protector–, será nuevamente arrestado y enviado a prisión. Y luego de enfrentar un juicio sumarísimo, condenado a muerte. A propósito de este affaire, el escritor cubano Lisandro Otero ha escrito: «El juicio contra Babel tuvo lugar el 26 de enero de 1940 en las oficinas de Laurenti Beria. Duró veinte minutos. A la una y media de la madrugada fue ejecutado de un tiro en la nuca» (11).

Arte y artistas del Tercer Reich

A pesar de su escasa trascendencia, el arte del Tercer Reich fue hecho por sus artistas, algunos de ellos bien talentosos. Mencionaré los tres que, a mi juicio, figuran como verdaderos iconos de la ideología y la propaganda nazi: el arquitecto y político alemán Albert Speer (1905-1989), el escultor Arno Dreker (1900-1991), y la fotógrafa y cineasta Leni Riefenstahl (1902-2003).

Albert Speer fue, a un tiempo, el ejecutor de las grandiosas edificaciones de la Alemania fascista, arquitecto en jefe de Hitler y ministro de armamentos y guerra durante la Segunda Guerra Mundial. Bajo su mando se construiría el imponente Estadio Olímpico diseñado por Werner March que fuera sede de los Juegos Olímpicos en 1936, y la ciclópea Cancillería del Tercer Reich, destruida durante los combates por la toma de Berlín y demolida posteriormente.

Durante la posguerra, Speer fue juzgado en Nuremberg, y aunque se mostró una foto suya visitando un campo de concentración, se defendió argumentando que ignoraba los crímenes que allí se cometían, mentira que nadie, con un mínimo de honradez y civismo, puede admitir. Demasiado sabía aquel ministro y «arquitecto del diablo» (así lo llamaban por su servilismo hacia Hitler) como para que aceptemos su ignorancia en torno a los sucesos del gueto de Varsovia y el exterminio sistemático del pueblo judío en Auschwitz y demás campos de concentración de Europa. Fue sentenciado a 20 años de prisión y luego de recibir la libertad se convirtió en un autor de éxito gracias a sus memorias.

Junto a Speer -como su colaborador más fiel-, el escultor Arno Breker (1900-1991), artista favorito del Führer. A él se deben las monumentales esculturas que adornaban la asfixiante solidez y contundencia de la arquitectura nacionalsocialista. Había nacido en la ciudad renana de Erbelfed, hijo de un maestro labrador de piedra del que aprendió el oficio. El triunfo del partido nazi lo sorprende en París, mientras atravesaba -dicen- un período clasicista. A su regreso, participa en la Exposición de Arte Olímpico donde obtiene una medalla de plata con varias piezas que llaman la atención de los líderes alemanes. Después vendría su ingreso en el partido nazi y su larga y estrecha colaboración artística con el régimen. Se afirma que Breker halló su estilo a medio camino entre un Rodin, un Miguel Ángel y un Brancusi. Sin embargo, lo que apreciamos en el único testimonio que queda de su antigua producción (las fotos de esculturas que luego serían destruidas por los aliados) es la obra de un artista frío y sin alma, hacedor de figuras de atletas y guerreros fundidos en bronce –algunos alcanzarían los 15 metros de altura–, bustos de Hitler, y relieves con motivos heroicos.

En esas piezas, incluso en algunas donde se conjugan armónicamente el oficio del viejo maestro con la gracia del desnudo femenino, late la xenofobia y el racismo de la ideología nazi, impregnadas en el tratamiento artístico del cuerpo humano. Ni en aquel ideal de belleza ario, ni en su legitimación científica, podía encontrar espacio la supuesta imperfección de las razas inferiores. Y así, a través de aquellas obras –en su oscura magnificencia– se justifica el instinto genocida de barrer con pueblos enteros y se santifica la guerra como el medio para lograrlo.

A última hora, la única disculpa que hallaría para sacudirse la sombra del pasado fue declarar no haber sido consciente de servir a un régimen criminal e inhumano. Y después que le fueran confiscadas todas las propiedades, obtenidas con los inmensos privilegios que disfrutara, continuó haciendo esculturas hasta su muerte.

Leni Riefenstahl resultó ser un genio de la propaganda nazi. Antes de llegar a la cumbre del éxito como cineasta del Reich, había sido actriz. A ella pertenecen algunas películas esenciales para el régimen, como los documentales El triunfo de la voluntad («Triunph Des Willens», 1934) y Olympia (1936). El primero, fue un encargo directo del Führer para que filmara el desarrollo del congreso del Partido Nacionalsocialista, efectuado en Nuremberg en 1934. Algunos de aquellos fotogramas ya los conocíamos por formar parte del extraordinario documental Fascismo corriente (1964), del soviético Mihail Romm, verdadera disección de las entrañas del fascismo en todas sus manifestaciones: en la vida cotidiana, el arte, el deporte, la política, la economía y, por supuesto, la guerra.

Nadie duda que Leni tenía un ojo especial para captar los gestos y las expresiones de la gente común, para encontrar el «lado humano» de aquel pueblo envenenado por la doctrina nazi. Su sello personal se refleja en los abundantes close-up a rostros juveniles y en las magníficas tomas realizadas durante las masivas concentraciones de las Juventudes Hitlerianas en el German Stadium de Nuremberg, donde Hitler hizo las veces de orador. Abundan las imágenes donde retumban los redoblantes y resuenan las trompetas, donde ondean los estandartes con la svástica negra, sorprendente mosaico donde han quedado impresas las pasiones desatadas por la presencia del «mesías» alemán. Gracias a la destreza profesional de Leni, podemos seguir siendo testigos de la histeria nacionalsocialista, de quienes no pueden contener las lágrimas y de los que alzan el brazo entonando himnos o vociferando el famoso Heil!, y la consigna de ¡Un pueblo! ¡Un caudillo! ¡Un imperio! ¡Alemania!

El otro film mencionado es un impresionante reportaje sobre los juegos olímpicos de 1936. Las tomas de Leni -matizadas con la presencia de las numerosas delegaciones de atletas de distintas razas y culturas- no ofrecen resquicios para ser tildadas de xenófobas. Pero ahí, en las fotos de las bellas y monumentales columnas de la Acrópolis, y en la exaltación de las esculturas clásicas de la Hélade, fundidas hábilmente con los cuerpos desnudos de atletas alemanes, late el germen de la raza superior.

También Leni usó distintas argucias para justificarse. Pero en sus palabras se aprecia el fallido intento de deslindar su trabajo profesional de la ética que debe acompañar al artista dondequiera que vaya. Podemos reconocer su magnífico talento, derrochado inútilmente en una causa que sólo unos pocos se atreverían hoy a defender, pero tanto ella como todos los intelectuales que dieron vida a aquel monstruoso proyecto artístico serán –para siempre– interpelados por la Historia. Las máscaras que asumieron durante una época no les sirven para justificar su obra, mucho menos su conducta fuera de ella. 

Por: José Pérez Olivares

NOTAS:

1. Ver el texto de Octavi Martí: «Emil Nolde, degenerado y genial». En: El País, 26-9-2008.
2. La represión alcanzaría también a Heinrich Mann y Käte Kollwitz, expulsados de la Academia Prusiana de las Artes.
3. La organización del Partido y la Literatura del Partido.
4. «Sólo en Berlín se quemaron más de 20. 000 volúmenes. Y es curioso que la iniciativa de esa pira no vino de Goebbels, sino que se le adelantó la Asociación de Estudiantes Alemanes (¡que ni siquiera era la Asociación de Estudiantes Nacionalsocialista!)». José María Álvarez, Sieg Heil!, Editorial Renacimiento 2007, pág. 148.
5. «El mundo de la Cultura capituló no sólo rápidamente, sino que se aprestó a colaborar con eficacia. Hasta hubo un juramento de Lealtad de los Poetas Alemanes a Hitler!». (Sieg Heil!, pág. 139-140).

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