Desde la destrucción

Por: Marcos Pérez-Sauquillo Muñoz

Vivimos tiempos convulsos en los que a la crisis de la sociedad tardo-capitalista occidental se superpone la debacle ecológica y la reciente pandemia. Crecen los extremismos y todo parece indicar que se acerca el fin de una era. Tensiones, revueltas, cambios… Muchas veces de la destrucción surge un nuevo orden. Con el beneplácito del crítico Michael Fried que, en su célebre artículo de 1967 Arte y objetualidad, postulaba el creciente conflicto entre lo teatral y lo pictórico; cabría señalar que los procesos destructivos cobran importancia en el arte contemporáneo desde que las tendencias performativas comenzaron a imponerse frente a las disciplinas plásticas tradicionales. No obstante, hay distintos enfoques desde los que se puede abordar el tema de la destrucción en el arte.

En ocasiones se han tildado de destructivos todos aquellos recursos opuestos a las herramientas creativas tradicionales. Sin embargo, muchas veces estos actos han contribuido a expandir límites, romper tabúes y cambiar paradigmas y preconcepciones disciplinares. Así, los cortes sobre los lienzos de los Conceptos espaciales de Lucio Fontana a finales de los 50, las alteraciones sustractivas que Gordon Matta-Clark operaba en espacios arquitectónicos abandonados o las salpicaduras de plomo del primer Richard Serra ligado al Antiform. Precisamente en la lista de verbos que caracterizaba la praxis de este último escultor estadounidense (publicada en The New Avantgarde, Issues for the Art of the Seventies, 1972) la mayoría de ellos designan acciones que consideraríamos a priori destructivas o cuánto menos negativas, como estrujar, rasgar, astillar, romper, eliminar, descomponer, salpicar, desmoronarse, estampar, quemar, manchar…

Quizás algo tan determinante para el devenir de la humanidad como fue la invención de la cerámica, podría tener un origen fortuito, al dejar cerca del fuego una vasija de arcilla… ¿o acaso procede del acto curioso y malintencionado de arrojarla a éste, elemento sagrado, poderoso y voraz? La propia etimología de la palabra procede del griego keramikós (sustancia quemada). 

Yves Klein, siempre interesado en investigar las fuerzas cósmicas e inmateriales se vio seducido en particular por este elemento como principio dual generador de la civilización y agente destructor. Desde la certeza de que todo acto creativo es la «representación de una pura fenomenología», como enunciaba en el Manifiesto del Hotel Chelsea (1962), intentaba capturar la impronta de las llamas mediante la carbonización de distintos soportes y pigmentos en lo que fueron sus series de Fuegos y Fuego colores realizados de modo experimental en el Centro de Pruebas de Gas de Francia. Y si en la Peinture au feu F3 (1961) las primitivas formas curvilíneas y ovoides evocan el poder animista de una venus paleolítica; el refinamiento definitivo de estos trabajos llegaría de la fusión con sus antropometrías previas, en una síntesis en la que las modelos-pincel, en lugar de ser embadurnadas con pintura, eran rociadas con agua que, al transmitir la humedad por estampación de sus cuerpos sobre el soporte, actuaba como breve protección ante paso inmediato del lanzallamas. Este choque de energías quedaría magistralmente capturado en obras como Peinture de Feu sans titre F88 (1962).

Dentro del arte contemporáneo más actual, la figura omnipresente y provocadora del artista chino Ai Weiwei en una de sus más controvertidas acciones, Dropping a Han Dynasty Urn (1995), dejaba caer al suelo con parsimonia una vasija de la dinastía Han de 2.000 años de antigüedad. Este acto, tan radicalmente seductor como vandálico, representaba una liberación espiritual para desembarazarnos «del peso de la historia y de la identidad cultural». Y alegaba: «El presidente Mao solía decirnos que solo se puede construir un nuevo mundo si destruimos el viejo». Si, como postulaba Marshall McLuhan, «el medio es el mensaje», los actos destructivos reflejan perfectamente toda esa rabia, desprecio, indiferencia o superación de las convenciones o valores encarnados en esos pobres objetos pasivos.

Por otro lado, toda una pléyade de dadaístas y neodadaístas explorarán el regocijo de prender Roma en llamas, tan sólo por el placer de verla arder. Es el juego infantil de tensar al máximo la cuerda. Tampoco se debe olvidar la propensión a la afirmación a través de la negación; ni la destrucción como gesto reivindicativo del yo. Lo que soy es lo contrario de lo que destruyo, también vinculado con el clásico freudiano «matar al padre», que se encuentra fácilmente ejemplificado en el arte, como cuando un joven Robert Rauschenberg borra ceremonialmente un dibujo de Willen de Kooning -uno de los maestros del expresionismo abstracto de la generación anterior-, en la ya mítica obra de 1953 (Erased de Kooning Drawing). Ya mucho antes Marcel Duchamp había pintado bigotes a una reproducción de La Gioconda, rebautizando su travesura con las todavía más irreverentes siglas L.H.O.O.Q. (1919), que deletreado en francés vendría a aproximarse a elle a chaud au cul (ella tiene el culo cachondo); un escalón más en la desmitificación de la pintura retiniana de este padre del conceptualismo. 

En la reciente exposición colectiva en el Centro Cultural Fernando Fernán Gómez de Madrid This Is Not a Love Song comisariada por Javier Panera y dedicada a los vínculos del arte contemporáneo con la música pop, se dedica un interesante apartado a la genealogía del espíritu destructivo aplicado a los instrumentos musicales, incluyendo paralelismos con la supuesta alta cultura, como la seminal velada Fluxus en la que Philip Corner y sus colegas destruyeron un piano durante el festival de Wiesbaden (Piano Activities, 1962).

Nam June Paik se había adelantado unos meses antes en el Neo-DaDa in der Musik de Düsseldorf con One for Violin Solo donde, tras levantar suave y ceremoniosamente por su mástil el violín que yacía en una mesa sobre el escenario, terminaba estampándolo contra ésta a la par que las luces se apagaban. Si 1962 parecía un mal año para los instrumentos, durante el festival de Misfits (Londres, 1962), Robin Page pondría el broche final con Guitarra, en la que arremetía a patadas contra su instrumento solicitando la colaboración del público hasta conseguir su completa desmaterialización. Estos actos suponen una suerte de desafío al clasicismo y al stablishment cultural continuando con la filosofía de épater le bourgeois que se venía practicando desde la vanguardia dadaísta y surrealista de principios de siglo. Acaso el piano preparado -que John Cage convirtiera en instrumento fetiche de muchas de sus piezas desde finales de los años treinta buscando potenciar sus sonoridades percusivas-, ¿no supone una suerte de agresión al instrumento y subversión de su afinación con objetos introducidos entre sus cuerdas como tornillos, tuercas y gomas de borrar? Conviene recordar que la figura de Cage fue determinante para la génesis de Fluxus, pues a sus clases de composición experimental en la New School for Social Research asistieron muchos artistas vinculados posteriormente al movimiento. Pero estos actos nihilistas también tienen su reverso, vinculado con la exaltación dionisíaca de lo efímero, un catárquico carpe diem que figuras como Pete Townshend de The Who, destrozando a golpes su primera guitarra eléctrica durante el concierto de Railway Station de 1964, o Jimmy Hendrix prendiendo fuego a su stratocaster en el Festival de Monterrey del 67 terminarían de popularizar hasta convertir en un recurso manido en los conciertos de rock de las décadas posteriores.

El guitarrista de The Who reconocía precisamente la influencia decisiva que había ejercido la obra y figura de Gustav Metzger, artista y activista que sentó las bases del llamado Destructivismo con su Manifiesto del Arte Autodestructivo (1959). En él, proponía un arte que conjuraba y anticipaba el pathos de la época, caracterizado por la escalada de tensiones entre bloques de la Guerra Fría, el temor nuclear y la incipiente conciencia ecológica y deriva consumista de las sociedades occidentales. Un arte que conforme se crea, se destruye, no sólo para alertar de los terrores del mundo contemporáneo, sino como respuesta a aquellos «que manipulan el arte para su propio beneficio económico». Así, en obras como Acid Action Painting (1961), aplicaba ácido clorhídrico a una serie de telones de nylon de colores, montados sobre bastidores consecutivos, que en pocos segundos quedaban hechos girones posibilitando complejas vistas de los distintos colores superpuestos. Posteriormente fue uno de los principales instigadores del Destruction in Art Symposium de Londres (DIAS, 1966), que aglutinó a muchos de los artistas más radicales que exploraban este tipo de inquietudes, como Wolf Vostel, Enrico Baj, Yoko Ono o los accionistas vieneses Günter Brus, Otto Mühl y Hermann Nitsch. Una de las obras más mediáticas de aquel simposio fue las Skoob Towers de John Latham, en la que se prendió fuego a tres pilas de libros (skoob viene de la inversión del término inglés book), bautizados como «las Leyes de Inglaterra».

Escenificado frente al Museo Británico, este evento retrotrae a las no tan lejanas quemas de libros en la Alemania nacionalsocialista. La exposición Destruction Art: Destroy to Create que pocos años después dedicó el Finch College Museum of Art de Nueva York (1968) volvió a aglutinar a muchos de estos artistas en lo que quizás fue el momento álgido de estas inquietudes. Pero siempre quedan brasas bajo la ceniza y recientemente el irreverente Banksy hizo de las suyas cuando en una subasta de Sotheby’s, una reproducción de su célebre Niña con globo se destruyó automáticamente al poco de ser adjudicada por 1,4 millones de dólares. Gustav Metzger se hubiera reído de no haber fallecido apenas un año antes.

Dentro de lo que se conoce como Nuevo Realismo, el llamado décollage practicado por los affichistes Jacques Villeglé, François Dufrêne, Mimmo Rotella y Raymond Hains, suponía una técnica inédita de creación desde un proceso sustractivo en vez de aditivo, mediante el rasgado de las capas de posters superpuestos que, en sintonía con el manifiesto del grupo, aunaba la apropiación de lo real con el gesto rabioso de arrancar ejercido sobre objetos icónicos de la sociedad del consumo como los posters comerciales. La pareja formada por Niki de Saint Phalle y Jean Tinguely abordó la destrucción de manera sugestiva y dispar. La artista francesa practicó hasta 1970 una suerte de parodia analítica del action painting disparando a bolsas de pintura con un rifle en su serie Tirs. No siempre el soporte objeto de su puntería era plano sino que también creaba assemblages de objetos como aquellos altares autoconstruidos (Autels) sobre los que ajustaba cuentas con su educación católica en una suerte de exorcismo autodestructivo. En ocasiones llegaba a servirse del público para la ejecución de las obras, incluyendo a personas concretas, como en los homenajes Tir de Jasper Johns y Tir de Bob Rauschenberg, ambos de 1961, en los que fueron los propios artistas los que practicaron el tiro al blanco sobre composiciones que rendían tributo a la imaginería y obras de aquellos dos amigos y gurús de la vanguardia pop. Posteriormente el estadounidense Chris Burden, caracterizado por sus arriesgadas performances, daría un giro singular al tema del tiro al blanco, haciéndose disparar en un brazo desde una distancia de unos 5 metros con un rifle del calibre 22 en la emblemática pieza Shoot (1971). Si el artista deviene la obra de arte, bien se puede empuñar el arma contra el propio creador… Mientras, el compañero sentimental de Niki, el suizo Jean Tinguely, materializó magistralmente las ideas de Metzger en aquel gigantesco mecanismo tragicómico y abocado a la destrucción que fue Homenaje a Nueva York (1960), evolución suicida de sus metamatics, construida con restos de bicicletas, motores viejos, instrumentos musicales y demás cacharrería desechada y que se escenificó en el Museum of Modern Art de Nueva York hasta la afortunada intervención de los bomberos. Si los disparatados mecanismos de Tinguely satirizaban ya de por sí el mundo tecnificado y consumista de la sociedad industrial, la vocación autodestructiva de esta obra y de Estudio No.2 para un fin del mundo (1962), que detonaba en el desierto de Mojave, conseguía una síntesis soberbia de sus ideas. El mecanicismo de las obras de Tinguely nos retrotrae a las máquinas absurdas de Francis Picabia y al ya mencionado Marcel Duchamp quien, precisamente, no consideró que una de sus obras cumbre, La recién casada desnudada por los solteros, incluso (1915-1923), más conocida como El Gran Vidrio, estuvo realmente terminada hasta que por un descuido durante su traslado en 1926, la rotura simétrica de las dos mitades del díptico puso en conexión, antes no resuelta, la parte superior de la novia con la máquina soltera inferior mediante las líneas de fuerza del resquebrajamiento. El azar trabajó a favor del artista en esta ocasión.

Otra manera de abordar el tema engloba a todas aquellas posturas que se interrogan o abandonan al inevitable aumento de desorden del cosmos, tal como postula el segundo principio de la termodinámica, según el cual la entropía del universo tiende a incrementarse con el tiempo. Así, Robert Smithson buscaba manifestar la entropía a la par que enfrentarla deteniendo el factor temporal en obras que consideraba estructuras cristalizadas de tiempo, trabajando con los cambios de estado, como vertiendo fluidos con tendencia a solidificarse en función de las condiciones externas, como el camión de asfalto caliente derramado por una ladera de la periferia romana (Asphalt Rundown, 1969) o, a escala más modesta, volcando un simple bidón de pegamento (Glue Pour, 1969). La obra de Andy Goldsworthy debe en gran medida su sugestiva poética a su carácter efímero ligado a la destrucción por parte de los agentes naturales. Una de las últimas instalaciones del mediático Olafur Eliasson, tan interesado en la fenomenología como concienciado con la ecología, fue recoger grandes bloques de hielo procedentes de un fiordo en proceso de desintegración de Groenlandia para instalarlos en plazas neurálgicas de distintas capitales europeas como Copenhague, Paris y Londres (Ice Watch ,2014-2018), con el fin de confrontar al público con los efectos devastadores del cambio climático. No podemos vencer a la larga la batalla contra el caos, pero sí podemos integrarlo en nuestra vida y plantarle cara en la medida de nuestras modestas posibilidades. Crear siendo conscientes de la destrucción final, como en cierto modo planteaba Albert Speer en La teoría del valor de la ruina (Der Ruinenwert, 1936), donde el artífice de las megalómanas estructuras del Tercer Reich abordaba la concepción de sus edificios anticipando la magnificencia de su futura condición de ruina, testimonio de un glorioso pasado ante las generaciones venideras. Aunque se nos escape una sonrisa condescendiente ante las ínfulas de Speer, cabe desentrañar una cierta verdad: que asumir la decadencia irreversible nos resultará menos traumático a la par que quizás nos revele aspectos de nuestra propia naturaleza. No sólo cabe por tanto engendrar desde la rabia y la destrucción, sino quizás desde la revelación que la destrucción nos aporta. Tengo la esperanza. 

Desde principios del milenio la ciudad de Detroit se autodestruye en una suerte de decrecimiento creativo con el que las autoridades urbanísticas pretenden afrontar su larga decadencia con un futuro esperanzador y más árboles en el horizonte para los que quedan. En el lado contrario, la naturaleza mutante poco a poco se abre camino en lo que fue la ciudad ucraniana de Prípiat arrasada por la hecatombe nuclear de Chernóbil. Tal y como exponíamos al inicio, de la destrucción surgirán otras oportunidades.