No recuerdo haber leído una sola idea de Leonardo, relacionada con sus investigaciones anatómicas, que no tuviera como trasfondo el resultado de su trabajo. Sobre la belleza del cuerpo humano fue sumamente parco. En ese compendio que hoy conocemos como Tratado de la pintura, se limitó únicamente a hacer observaciones concretas y a dar consejos oportunos acerca de cómo representar la figura humana: «Te aconsejo que aprendas la anatomía de los músculos, cuerdas y huesos; sin este conocimiento no adelantarás gran cosa, y si dibujas del natural, quedará tu modelado falto de músculos precisos para darle el movimiento que buscas…» (VII. Del cuerpo y del alma, epígrafe no. 280). En otro momento, sus observaciones asumen un tono filosófico: «Los antiguos llamaban al hombre mundo menor, denominación justa, pues está compuesto de tierra, de agua, de aire y de fuego, como la materia terrestre, a la que se asemeja» (Del alma, epígrafe no. 310).
A veces, lo que parece un elogio se diluye de pronto en la atmósfera de un concepto moral: «Tengo para mí que los hombres de costumbres bajas, groseras y de mezquino ingenio no merecen tan bello organismo ni una variedad de engranajes igual a la de los hombres especulativos de espíritu» (Del alma, epígrafe 316). Opiniones de esta índole han sido suficientes para que a Leonardo se le acuse de haber manifestado cierta tendencia a la misantropía. Pero es falso: lo que el artista cuestiona no es la legitimidad de merecer o no la vida, sino el uso que algunas personas suelen dar a tan bello organismo, enfatizando, de paso, que solo los seres humanos con normas y principios elevados, y que se sirven de él de forma ejemplar, están a su altura.
Leonardo no era un moralista: su trayectoria fue siempre la de un hombre con gran libertad de pensamiento que podía, incluso, llegar muy lejos en sus ideas, y hasta cometer sutiles aunque peligrosas transgresiones de la fe cristiana. Una prueba la encontramos en el Tratado de la pintura, cuando después de afirmar que la obra pictórica es una imitación de la Naturaleza (con mayúscula), no vacila en admitir que esta puede, sin embargo, superar al modelo: «La beldad, modelo de tal armonía, queda, a la vuelta de los años, destruida por el tiempo. La belleza, imitada por el pintor, se libra de una destrucción y queda conservada largos años». No cuesta entender que Leonardo termina por situar la obra humana por encima de la madre Naturaleza, lo que en términos religiosos significa por encima de Dios (Cap. IV, epígrafe nº. 76). Por otra parte, un hombre que afirmaba haber «diseccionado más de diez cuerpos humanos, cortado los distintos miembros, y removido las más pequeñas partículas de carne que rodean las venas sin causar derrame de sangre» (Michel White, Leonardo. El primer científico. Plaza Janés, 2001, pág. 282), ¿qué límites podía tener? A menudo se le describe como «un investigador minucioso con gran pericia práctica» con «una insaciable sed de saber», pero carente de escrúpulos «respecto de consideraciones éticas» (White, Leonardo. El primer científico, pág. 296). Entonces, ¿por qué esa extraña insistencia en la pulcritud del cuerpo y del espíritu, y su rechazo hacia todo cuanto pudiera alejarlo de ella?
Para muchos, la clave de este misterio puede hallarse en la juventud del pintor florentino, más exactamente en los tiempos en que todavía era discípulo de Andrea del Verrocchio, y en una antigua acusación que habría de marcarlo de por vida con el caso Saltarelli, que dejó en él huellas muy profundas y transformó completamente su carácter. Este rastreo de su personalidad se completa con el análisis de algunos escritos suyos referidos al sexo, y al estudio psicoanalítico de Freud relacionado con uno de sus recuerdos infantiles. Michel White, otro de sus biógrafos, se pregunta: «¿Qué decir de Leonardo como persona? ¿Tenemos respuestas para algunos de los interrogantes acerca de su carácter? ¿Cuáles eran sus motivaciones? ¿Qué lo indujo a su continua búsqueda de respuestas definitivas? ¿Por qué creía tener que hacer lo que hizo? ¿Por qué estaba tan obsesionado con los mecanismos del cuerpo humano? ¿A qué se debía su constante búsqueda de una unificación, su tenaz visión totalizadora del mundo?» (Michel White. Op. cit. Pág. 344). Y vuelve a insistir acerca de la supuesta homosexualidad del pintor, ya señalada y analizada por Freud en su ensayo de 1910, al apreciar que tanto sus escritos como sus dibujos «reflejan lo que parece ser asco por el acto sexual y repugnancia hacia los órganos sexuales, sobre todo hacia los genitales femeninos». Y dice que rara vez pintó una figura femenina completa, concentrándose «casi exclusivamente en las manos y la cara». Que en sus cuadernos «se ocupa mucho más del aparato reproductor masculino que del femenino, y los únicos bocetos de genitales femeninos que se han conservado están deformados y caricaturizados de manera grotesca» (White, pág. 93). Para mí, una de las interpretaciones más certeras sobre la personalidad del artista florentino ha salido de la pluma del investigador español Luis Racionero: «el misterio del eros de Leonardo no reside en saber si era o no homosexual, sino en el enigma del andrógino, esa trascendencia sexual hacia una sensibilidad sutil y ambigua donde las características psicológicas de hombre y mujer se unen en un sfumatto sexual». Y concluye con una pregunta de tono místico: «¿Qué estado de ánimo, qué extraña iniciación mental llevó a Leonardo a rozar ese estado prodigioso que san Juan de la Cruz expresaría como “Amada en el amado transformada”?». (L. Racionero, Leonardo Da Vinci. Biblioteca ABC, Protagonistas de la Historia., 1996, pág. 60.) Las palabras de Racionero nos remiten al mito del Andrógino, tema que Mircea Eliade investigó en la obra de algunos filósofos como Juan Escoto Erígena (810-877).
A mi juicio, los mejores momentos de su Tratado…, en lo que al cuerpo humano se refiere, son aquellos en los que insiste en la unidad entre significado y significante. «El buen pintor –escribe– tiene que realizar dos cosas principales, a saber: el hombre y el concepto de su espíritu». Siguiendo la idea, aprender a dibujar una forma, en este caso humana, es tarea fácil; «lo segundo es difícil, porque debe dar a la figura los gestos y el juego de los miembros que sean convenientes; y en esto debe aprender de los mudos, que entienden de eso más que el resto de los hombres» (Cap. IX, epígrafe nº 410). Su insistencia en el tópico es constante: «Debe tenerse cuidado de que la dignidad de los movimientos revele el estado del alma» (Cap. IX, epígrafe nº 458). De hecho, ningún artista del Renacimiento detalló tanto y de una manera tan precisa cuanto concierne al cuerpo y su estructura, estableciendo, de paso, la estrecha unidad que existe entre el todo y cada una de sus partes: «El cuerpo se divide en dos partes –explica-: la proporción de sus partes y la relación de estas con el conjunto y el movimiento apropiado al accidente espiritual del ser vivo que se mueve» (Cap. IX, epígrafe nº 474). Tampoco hubo nadie que indagara, como lo hiciera él, en el significado de las expresiones de los rostros, idea que lo ocupó casi toda su vida, y que lo hizo parecer, por momentos, una suerte de César Lombroso renacentista: «Verdad que las facciones del rostro muestran, en parte, la naturaleza del hombre, sus vicios y su temperamento, pero en el rostro» (Cap. IX, epígrafe nº 438).
Cuando se refiere al desnudo, Leonardo lo hace solo como si se tratase de un instrumento de trabajo: «Si quieres representar un desnudo acusando la proporción de todos sus músculos, habrás de mantenerlo inmóvil…» O: «Las figuras desnudas no deben representar músculos demasiado acusados, porque es desagradable…» (Cap. VIII. De las actitudes y los movimientos adecuados. Epígrafes 390 y 391, respectivamente). Lo que Leonardo buscaba en el cuerpo humano era un sistema de relaciones y White: «El conocimiento de la estructura del cuerpo no es más que una preparación para el conocimiento de la forma. Aunque, aparte de las diferencias orgánicas entre sexos, la estructura de las personas es semejante, los individuos difieren siempre entre sí. Esta disparidad de forma es consecuencia de la variación por encima o debajo de la norma, en cuanto a corpulencia y medidas y, por lo tanto, respecto a las relaciones y proporciones de los distintos tejidos y partes del cuerpo. Tendremos más o menos grasa según la edad, el sexo y la complexión» (White. Op. cit. Pág. 334). Conocer la estructura del cuerpo no era –para el pintor florentino– sino el preámbulo del conocimiento detallado de la forma, que siendo igual en estructura a otras, cambiaba de apariencia como resultado de la variación por encima o debajo de la norma (corpulencia, medidas, proporciones, etc.). Y es esta certeza la que Leonardo intenta plasmar en el Tratado de la pintura, estableciendo allí un canon de representación de la figura humana que fuera la síntesis de su propio proceso creativo.
El primero de estos pasos consiste en obtener «la actitud» que «es la parte primera y más noble de la figura». Este momento requiere, por parte del artista, un esfuerzo y una concentración especial, porque «desde el punto de vista de la suprema belleza, pierde en prestigio cuando sus actos no concuerdan con su oficio», ya que «la actitud requiere mayor especulación que el trazado excelente de la figura, pues es fácil conseguir una figura excelente con solo imitar a la Naturaleza; pero el movimiento de esta figura debe nacer del genio». (Cap. VIII. De las actitudes y los movimientos adecuados. Epígrafe nº 417). Los pasos siguientes redundan en el aspecto formal de la obra, y siguen este orden: 2. Obtener el relieve de la figura; 3. Y con ella «el buen dibujo»; 4. El último paso sería lograr «el colorido bello». Toda la insistencia de Leonardo en la expresividad de las formas parte de su interés por humanizar cada representación, por ello no cesa de aconsejar que hagamos los movimientos de las figuras de acuerdo con «los conocimientos de sus almas», de modo tal que en una figura irritada «el rostro aparezca verdaderamente colérico y no con expresión de alegría, de melancolía o de otra pasión cualquiera». (Cap. IX. De la armonía entre el signo y la significación. Epígrafe nº 409). En esta relación de causa y efecto se percibe un sustrato más espiritual que artístico o científico. Así lo entiende Luis Racionero: «lo que, por encima de todo atraía su corazón, era la variedad del semblante humano, en el cual se presentan al ojo no solo el carácter permanente de la mente, sino también el talante de las emociones pasajeras» (Luis Racionero. Op. cit. Pág. 52). Tal reclamo no queda constreñido entonces al ámbito de una simple aspiración formalista, sino que va más allá. Al exigir el máximo de excelencia artística al pintor no hace otra cosa que precisar cuáles son sus funciones y fines, dejando entrever que un artista, a la vez que imita a la Naturaleza, rivaliza con ella (Cap. III. Defensa de la pintura. Epígrafe nº 48). Y que cuanto más altos y difíciles sean sus objetivos, mayores serán sus logros. Queda claro que Leonardo concedía más importancia a la idea de la obra que a su realización. Y así lo expresó con este irónico comentario: «¡Lamentable maestro serás si tu obra se encuentra más elevada que tu juicio!» Y continúa: «El juicio ha de sobrepasar a la obra para que esta llegue a la perfección» (Cap. XI. Consideraciones morales. Epígrafe nº 561). Leonardo no solo condenaba cualquier actitud de acomodamiento y conformismo artístico, sino que dijo –de paso– de qué forma combatirla: «Quien no duda, poco logra. Mala señal cuando la realización va más allá que la concepción del artista. Cuando, por el contrario, la concepción es superior al resultado, la obra puede mejorar infinitamente, a menos que lo impida la pereza». Y concluía: «Cuando el juicio queda por encima de la obra, la perfección anda cerca» (Epígrafe nº 561).
En su Tratado de la pintura, Leonardo intenta encerrar, en un concepto, lo que él entiende como «los oficios de los ojos», que para él son diez: «luz, tinieblas, claridad, cuerpos y colores, figura y posición, lejanía y proximidad, movimiento y reposo». Sin duda, esos diez «oficios» abarcan los procesos fundamentales del arte pictórico. Luz y tinieblas son los polos de la escala tonal o de valores; lejanía y proximidad son términos que tienen que ver con la organización del cuadro (lo mismo cabría decir del movimiento y el reposo), en tanto que la ilusión de profundidad espacial solo se consigue mediante el empleo de la perspectiva. Los colores –con sus distintos tonos, resultados de mezclas y modos de aplicación– forman parte de los elementos modificadores de la forma –o «cuerpos»–. Después de esta enumeración, el autor de La Mona Lisa nos dice que con esos diez recursos u oficios tejerá su modesta obra, «recordándole al pintor con qué reglas y de qué manera deberá imitar la obra de la Naturaleza, ornamento del mundo, perspectiva de los colores» (Cap. XII. Consideraciones teóricas. Epígrafe nº 588).
Frente a este ornamento del mundo está el pintor, intermediario entre la Naturaleza y su obra. Como ya sabemos, no es la suya una actitud pasiva: a la vez que la copia «rivaliza con ella». Esa rivalidad entre el artista y su entorno natural lo conduce a la «posesión de las bellezas del Universo» (o lo que es igual: el reflejo de sus formas). Para lograrlo, está el ojo, «que por medio de la contemplación nos revela las bellezas del Universo». Su pérdida equivaldría «a renunciar al conocimiento de todas las cosas naturales, las cuales, con solo ser vistas, dejan el alma contenta en la prisión del cuerpo» (Cap. III. Defensa de la pintura. Epígrafe nº 51). Situado en la cima de los sentidos, el ojo se convierte en «ventana del alma» y «príncipe de los demás sentidos». Cualidad que le permite representar, a través de la pintura, «la esencia misma de la virtud visual» (Cap. IV. Superioridad de la pintura sobre las demás artes liberales. Epígrafe nº 76). Y es por eso que la pintura tiene –según Leonardo– «un objeto más digno que la poesía, y da la figura de las obras naturales con más verdad que el poeta». (Epígrafe no. 59).
Con relación al uso de los colores, Da Vinci hace una observación que nace de la médula misma de su experiencia: «Los colores con que vistes las figuras deben ser tales que se aprecien unos a los otros» (Cap. X. Del color. Epígrafe nº 165). Aquí se refiere a la necesidad de que el pintor logre armonías adecuadas, en la que cada color apoye al otro. Y en esta relación de contraste simultáneo, en el que «un color dé gracia al contiguo», nos sugiere observar «los rayos solares en la formación del arco celeste, llamado “arco iris”», porque al producirse este fenómeno «cada gota (de lluvia) se transforma, al caer, en cada uno de los colores del arco, según habrá de demostrarse en su lugar». Sus observaciones, asociadas al color, la luz, la sombra y el contraste, son numerosas, y establecen reglas para el uso de cada uno de estos elementos modificadores de la forma. Una de estas reglas –como la que se refiere el epígrafe nº 481– tiene que ver con el contraste entre pigmentos y sus efectos ópticos. El poder de observación de Leonardo –y el tiempo que dedicó a este menester– fue enorme. Su laboratorio, la Naturaleza, «tan ingeniosa y fecunda en sus variantes que ni siquiera los árboles de una misma especie se parecen unos a otros, y esto se aplica no solamente a la planta, sino a las ramas, a las hojas, a los frutos» (Cap. XV. Del paisaje. Epígrafe nº 731).
El rostro tuvo para Leonardo una importancia capital. Es algo que se aprecia en aquellas obras en las que intervenía siendo aún discípulo de Verrocchio, como Bautismo de Cristo (1472-1475). Una característica de los rostros pintados por él es la extrema delicadeza de tratamiento y la inquietante serenidad que brota de ellos. Como bien explica Luis Racionero, para lograr ese resultado, Leonardo inventó el sfumatto, «mezcla sutil de sombras que finalmente se convirtió en el principio unificador de sus pinturas» (L. Racionero. Op. cit. Pág. 75). Con el esfumado, Leonardo consigue borrar los contornos de rostros y cuerpos fundiéndolos a las grandes áreas de sombras de sus cuadros, de las que parecen brotar. Aparte del rostro, Leonardo hizo mucho énfasis en las manos. En algunas de sus composiciones más célebres, como La Virgen de las rocas (1483-1486), encontramos un verdadero diálogo, como el que suelen sostener los mudos, entre María (al centro del cuadro), el ángel (a la derecha), y los niños Jesucristo (junto al ángel) y San Juan Bautista (a la izquierda de la virgen). Se conservan dos versiones con el mismo asunto: la primera data de 1483-1486 y se encuentra en el Museo del Louvre; la otra versión fue realizada hacia 1493-1495 y 1506-1508, y se encuentra actualmente en la National Gallery de Londres. En la atmósfera penumbrosa de ambas, y en esa luz misteriosa que solo alumbra lo que al pintor le interesa, principalmente rostros y manos, hallamos el eco de uno de sus principios enunciados en el Tratado de la pintura: «Debe tenerse cuidado de que la dignidad de los movimientos revelen el estado del alma». Recordemos que para lograr esa unidad simbólica, Leonardo nos aconseja aprender de los mudos, «que entienden de eso más que el resto de los hombres».
Su profundo conocimiento sobre anatomía, fisiología y las proporciones del cuerpo humano, le permitió trasladar a sus figuras un amplio repertorio expresivo, cuyo punto culminante es La Gioconda (1503-1506), obra en la que pone en tensión todos los recursos empleados anteriormente. Y en ese cuadro hallamos dos elementos esenciales: el rostro y las manos. En el rostro, la enigmática sonrisa que lo caracteriza (y que Kenneth Clark define en su magistral ensayo sobre Leonardo como «supremo ejemplo de esa complejidad de la vida interior, recogida y eternizada en material duradero») y en las manos la delicadeza del gesto pausado y sereno. Innumerables son los apuntes de Leonardo relacionados con las distintas expresiones del rostro. Hallamos bocetos y estudios para cuadros, como el que hizo para el rostro de María en Madonna Litta (1490), obra cuya paternidad se le atribuye. Otros, en cambio, rozan lo grotesco, como puede apreciarse en Cinco estudios de caracteres (cabezas grotescas), realizados a pluma y tinta, también hacia 1490 y que pertenecen al códice Windsor. Mirando esas facciones de ancianos desdentados en las que se reflejan las más bajas pasiones, sentimos que algunos elementos propios de la estética expresionista, atribuidos a Goya, podían vislumbrarse ya en aquellos trazos. No obstante, lo que más llama la atención en estos dibujos es el contrapunto existente entre belleza y fealdad; entre lo sublime y lo vulgar.
En su ensayo Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, Freud señala que el artista «solo admitía como discípulos niños y adolescentes de singular belleza» y que habiéndolos escogido por esta cualidad física «y no por su talento, ninguno de sus discípulos –Cesare de Sesto, G. Boltraffio, Andrea Salaino, Francesco Melzi, etc.– llegó a ser artista de renombre». Tal afirmación parece encontrar su fundamento en ciertas palabras de Vasari sobre Leonardo: «Adoptó en Milán, para alumno suyo, a Salai Milanés, el cual era donosísimo en gracia y belleza y tenía hermosos cabellos rizados y ensortijados, en quien Leonardo se complugo mucho, y le enseñó muchas cosas del arte; y muchas obras que en Milán se dice ser de Salai, fueron retocadas por Leonardo».
Nada prueba que fuera así, solo hay indicios de que el artista pudo haber solicitado los servicios del muchacho como modelo de algunos de sus dibujos más conocidos, y tal vez del San Juan Bautista (1513-1516), pintado por él pocos años antes de su muerte. Que un aprendiz sirviera a veces de modelo era una vieja práctica en todos los talleres de la época. Y Salai no solo era discípulo de Leonardo, sino que fue adoptado por este a los diez años. Es probable que su presencia le ayudara también en la búsqueda de un canon de belleza humana, siempre que lo entendamos en contraposición a otro de fealdad (como lo demuestra la existencia de distintos apuntes del rostro de su joven discepolo contrastados, a veces, con los de un anciano). En su novela El romance de Leonardo, el ruso Dmitri Merezhkovski recrea una escena en la que el pintor, atraído por los rostros deformes de unos mendigos de Bérgamo, los recibe en su casa, les ofrece comida, y se dedica después a observarlos y analizarlos atentamente, interés que más tarde es objeto de comentario por parte de uno de sus discípulos: «Una gran fealdad, dice el maestro, es tan rara entre los hombres como una gran belleza; lo mediocre es lo frecuente». Quien mejor explica las rarezas en la conducta de Leonardo es Kenneth Clark, al señalar que tal vez no haya existido «un carácter más complicado y misterioso que el suyo», dejando aclarado de paso que cualquier intento de simplificar sus causas «corre el peligro de convertirse en algo contrario al pensamiento y la forma de actuar del artista». (Kenneth Clark, Leonardo da Vinci, Alianza Editorial, pág. 14).
Tal vez lo más peculiar de un creador como Leonardo resida en la fusión entre artista y científico. Pero de las numerosas ramas del saber que ocuparon su tiempo, destaco particularmente las que se establecieron entre pintor y anatomista, dos de sus principales facetas. Según Nicholl, Leonardo llegó a cartografiar y documentar el cuerpo humano «más rigurosa y detalladamente que ninguno de los que lo habían hecho hasta entonces» y sus dibujos anatómicos «constituyeron un nuevo lenguaje visual para describir las partes del cuerpo, del mismo modo que sus dibujos mecánicos lo habían sido con respecto a las máquinas» (Nicholl. Op. cit. Pág. 268). Ya Vasari, en su libro Vidas de grandes pintores, escultores y arquitectos (1550) se refiere a ello al comentar «las anatomías que hizo él mismo», y al libro que realizó con aquellas imágenes, «copiándolas con grandísimo cuidado», poniendo allí «todas las osamentas, a las cuales añadió después con orden todos los tendones y los cubrió con músculos, los primeros pegados a los huesos, los segundos en que está la resistencia y los terceros que mueven, y parte por parte los describía poniéndoles toscas inscripciones, que escribía con la mano izquierda, al revés; y quien no tiene práctica de leerlos no los entiende, porque no se leen sino con el espejo» (Giorgio Vasari, Vida de los grandes pintores, escultores y arquitectos. Luis Miracle, Editor, 1940, pág. 93). Como se sabe, sus investigaciones en este terreno «estuvieron rodeadas de tabúes y dudas doctrinales» porque «dependían de unos estudios post mortem estresantes y repulsivos al ser realizados en condiciones anteriores a la refrigeración» (Nicholl. Op. cit. Pág. 268).
Se calcula que los primeros dibujos anatómicos del florentino se remontan a 1480, cuando aún residía en Florencia. Y no sería de extrañar que sus conocimientos –apreciables ya en los primeros cuadros y dibujos que realizara– nacieran en el taller de Verrocchio y de la mano de su maestro, excelente escultor y no menos destacado pintor. Eran tiempos en los que el estudio de la figura humana gozaba de cierta preferencia animado por los tratados anatómicos de la época (con Vitruvio, Alberti y Beniviene). Y por los talleres circulaban numerosas copias de representaciones artísticas –como el famoso grabado de Antonio del Pollaiuolo, Batalla de los hombres desnudos– que servían de modelo a los aprendices. Leonardo mismo, como discepolo de Verrocchio, posaría para su David, lo que resultaba habitual en un medio donde los iniciados tenían diferentes obligaciones, además de aprender distintos oficios. El David de Verrocchio es una escultura en bronce que mide poco más de 1.20 metros y representa a un joven de cabello rizado que, espada en mano, acaba de dar muerte al gigante Goliath, cuya cabeza descansa a sus pies. Estudios recientes señalan que la pieza fue realizada aproximadamente hacia 1466, y que un Leonardo de apenas 14 años fue el modelo de la misma.
Hacia 1489 nos encontramos ya con un pintor que prepara un tratado sobre anatomía. «Tenemos prueba de ello –escribe Nicholl–: descripciones rudimentarias y listas de contenidos, una de ellas fechada el 2 de abril de 1489. Más tarde, daría a este libro o tratado que proyectaba el título De figura umana (Sobre la figura humana), sugiriendo así de nuevo la relación entre anatomía y pintura» (Nicholl, Op. cit, pág. 269). Quien haya visto la perfección y belleza de estos apuntes y dibujos no podrá creer que fueron hechos en un período de la Historia en que la ciencia todavía andaba en pañales. Las doscientas imágenes que integran la sección de anatomía del códice Windsor son, en suma, el fruto de tres largas décadas de estudios sobre el cuerpo humano, apoyado –de manera incontestable– por la disección de una treintena de cadáveres.
En uno de sus dibujos a pluma más conocidos: el hombre de Vitruvio hallamos la síntesis de todos aquellos estudios anatómicos. Está realizado sobre una hoja de papel en formato grande (34 x 24 cm) que pertenece a la Academia de Venecia. El dibujo contiene la imagen simultánea de un ser humano en dos posiciones diferentes. Una, encerrado en un cuadrado y con las piernas juntas y los brazos extendidos horizontalmente, ilustra el enunciado de Vitruvio de que la anchura de los brazos extendidos de un hombre equivale a su altura. La segunda figura –con las piernas separadas y los brazos levantados– aparece dentro de un círculo y responde a otro enunciado del arquitecto romano: «Si abres las piernas tanto como para disminuir tu peso en 1/14 y levantas los brazos extendidos hasta que las puntas de los dedos de en medio queden al nivel de lo alto de tu cabeza, encontrarás que el centro de tus miembros extendidos es el ombligo y que el espacio comprendido entre las piernas es un triángulo equilátero» (Nicholl. Op. cit. Pág. 275).
A propósito de este dibujo, Nicholl hace una reflexión que quizás muchos nos hayamos hecho al observarlo: «A veces me he preguntado –escribe– si el Hombre de Vitruvio no será en realidad un autorretrato». Y añade que quizás no lo sea de modo literal, porque la imagen, fechada hacia 1490, no es otra cosa que un prototipo idealizado. «Y, sin embargo, el dibujo entero parece ser una representación realista de esas simetrías biogeométricas abstractas, de forma que el severo personaje inscrito en el círculo resulta ser, no una cifra, sino alguien, un hombre de ojos penetrantes profundamente sombreados y melena espesa rizada peinada con una raya en medio. Yo diría que hay al menos algunos elementos de autorretrato en el Hombre de Vitruvio, que esa figura que representa la armonía natural simboliza también al hombre dotado de una extraordinaria capacidad para comprenderla, al artista-anatomista-arquitecto que fue Leonardo da Vinci” (Nichols. Op. cit. Pág. 275).
Los dibujos del florentino resultan a veces más vigorosos que algunas de sus pinturas, donde encontramos piezas no solo inacabadas sino con problemas sin resolver, como ocurre –por citar un ejemplo– con La Dama del armiño (Retrato de Cecilia Gallerani) pintado entre 1489 y 1491, durante su estancia en Milán. En dicha obra, la mano de la modelo resulta a todas luces demasiado grande para las proporciones siempre idealizadas del artista. Lo mismo sucede con una de sus tantas obras inconclusas, La Adoración de los Magos (1482), recargada de elementos y de figuras excesivamente dibujadas. Ya Clark se había referido a la calidad de sus dibujos, expresando «que muchas veces nos dicen más de los objetivos finales de Leonardo que las pinturas mismas», porque la diversidad tan grande de sus ocupaciones terminaba casi siempre por borrar el interés inicial que mostraba por los temas de sus pinturas. (Clark Op. cit. Pág. 26). Lo mejor de la obra plástica radica, sin duda, en su riqueza expresiva, en ese profundo y por momentos misterioso diálogo que él consigue establecer entre los rostros, y cuya culminación se encuentra en el mural La Última Cena, pintado en el refectorio de la Iglesia de Santa Maria delle Grazie (1494-1497), en Milán.
Leonardo se demoró cuanto quiso en la preparación y posterior ejecución de la obra, y existen pruebas de ello en los numerosos apuntes que hoy se encuentran en la colección Windsor, y que van desde la representación más convencional del tema, hasta las variaciones que luego habrían de constituir una total innovación dentro del mismo. Todo indica que fue la excesiva demora en concebir el rostro de Judas lo que provocó un incidente entre el artista y el prior de Grazie, ocurrida en presencia de Ludovico Sforza. Al parecer, cansado de tanta insistencia para que se diera prisa en terminar su obra, Leonardo explicó al duque no haber encontrado –a pesar de sus continuas búsquedas– un rostro que reflejara la vileza del personaje. Y encarándose al reverendo, le dijo que si estaba de acuerdo, podía usar el suyo de modelo.
En la elaboración de La Última Cena el artista introdujo ciertas innovaciones técnicas, como fueron las de mezclar óleo y temple a la vez, lo que le permitió trabajar con más lentitud y demora en el secado. Pero esta decisión no resultaría muy feliz para la conservación del mural porque la pintura empezaría pronto a dar muestras de desprenderse poco a poco, entre otras razones por la humedad del local. Hoy es solo una sombra del lejano esplendor que alguna vez pudo haber tenido. Según testimonios, ya a mediados del siglo diecisiete solo quedaban unos pocos trazos reconocibles sobre la pared, de modo que lo que hoy vemos –así lo explica Kenneth Clark en su ensayo sobre Leonardo–, «es en gran parte obra de restauradores». Resulta lógico que el ansia perfeccionista del artista y su tendencia a dejar inconclusa buena parte de las obras que realizaba, haya contribuido a demorar la terminación de La última cena. Se comenta que el pintor lo mismo se enfrascaba en ella durante toda una jornada, sin probar siquiera un bocado, que dedicaba días enteros solo a contemplarla, actitud que al parecer disgustaba a quienes le hacían los encargos y pagaban por ellos.
Contemplar los trece rostros que componen el fresco y el papel que desempeñan las expresiones de cada uno en ese diálogo, es como estar delante de una puesta en escena. Resulta obvio que Leonardo pensó mucho la forma en que distribuiría las figuras, elaboradas en grupos de tres, y que dejan a Cristo en el centro de la composición, contrastado por la mayor de tres ventanas que se encuentran al fondo y que permiten visualizar un paisaje en la distancia. Cada tríada de rostros constituye un núcleo autónomo y a la vez dependiente del conjunto, subordinado a un eje central que es la imagen de Cristo. A ambos lados de ese punto simétrico van surgiendo las tríadas, que se comunican entre sí gracias al ritmo que van creando las manos de los apóstoles y que el ojo sigue a lo largo del mural. Observados de izquierda a derecha, la primera tríada está compuesta por los rostros de Bartolomé, Jacobo el menor y Andrés; el segundo por Judas, Pedro y Juan. Después de Cristo sigue la tercera tríada, integrada por Tomás, Jacobo el mayor y Felipe. En la última se encuentran los rostros de Mateo, Tadeo y Simón. El grado de excitación que se aprecia en ellos indica que Leonardo pintó el instante en que Cristo anuncia la existencia de un traidor entre los apóstoles. La impresión que recibe el espectador es la de ser testigo del impacto que causan aquellas palabras, y de su reacción inmediata en cada personaje. El espectro de esas emociones es muy amplio, y va desde el gesto de sorpresa que muestra Andrés –pasando por el de recelo de Pedro y de incredulidad de Mateo– hasta el de escándalo que apreciamos en Simón. El único rostro que no expresa sentimiento alguno es el de Cristo, que permanece impasible.
Por más que Da Vinci fuera consciente del valor de su obra, nunca imaginó su trascendencia futura. Si bien es cierto que algunos artistas adscritos a la vanguardia, como Marcel Duchamp (1887-1968), rompieron con su legado, otros como el cineasta español Luis Buñuel (1900-1983) lo asumieron con una intención política. En su película Viridiana (1959) el fresco de Santa Marie delle Grazie se convierte en una pieza clave para comprender la compleja trama de una cinta que encuentra su clímax en la pantagruélica cena de los mendigos. En esos tremendos doce minutos con veintiséis segundos de cinta, durante los cuales se desarrolla la cena, Buñuel obliga al espectador a descender con Leonardo a los infiernos de la miseria humana, mostrándonos a los mendigos en su más absoluta amoralidad, pero igualmente en su más descarnado desamparo. El meollo dramatúrgico está en la cena, cargada de alusiones bíblicas y políticas.
Si Duchamp nos ofrece una versión insólita de la Gioconda con barba y bigote, el cineasta aragonés pone la pica en Flandes haciendo que La Última Cena adquiera, de repente, una insólita connotación sexual. Y lo que es peor: que concluya satanizada al sustituir a los apóstoles por los desclasados de su película. Con la irreverencia adicional de situar a uno de los mendigos (ciego y delator), en el lugar que ocupaba Cristo.
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