La pintura de Alvaro Marzán parece surgir de la duermevela, ese estado de límites difusos entre el sueño y la vigilia. Es un universo de vaguedades sugerentes, paradójicamente construido con mano serena y despierta. Si a nivel cuántico el Principio de Incertidumbre postula la imposibilidad de determinar con precisión ciertos pares de variables físicas, plásticamente Marzán juega al deslizamiento permanente entre figuración y abstracción en ese punto en el que ambos criterios comienzan a ser fluidos. Sedimento a sedimento, los afloramientos del subconsciente intentan resistir las embestidas del torrente pictórico y las mareas de armonías de color. En su proceso creativo hay una tensión fértil permanente entre el acercamiento a la figuración y el alejamiento de la misma para crear imágenes más ricas, que conecten con una dimensión emocional universal que trascienda la de los elementos concretos y reconocibles. Como un estado de ánimo materializado, que se va decantando poco a poco, durante el proceso de gestación de la obra y en el que la autonomía de la luz y el color convive con un léxico de elementos arquetípicos: la montaña, el bosque, siluetas de animales totémicos o figuras y cabezas humanoides. Ese borrarse a sí mismo o camuflarse para no llegar a una imagen demasiado fácil supone en el fondo una rica contradicción, entendida esta en el sentido positivo de Yuval Noah Hari, donde la falta de consistencia y la discordancia entre elementos constituye el auténtico motor de una cultura, responsable de su dinamismo.
Su atípica formación como arquitecto en la Universidad Politécnica de Madrid (2006) le ha dejado una apreciable aptitud en el manejo del orden interno y el balance de pesos de sus composiciones. Pero, sobre todo y como él mismo reconoce, un rigor y exigencia ante su propia obra que complementó con la dosis idónea de libertad formal e independencia en su posterior formación en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense (2013). En cualquier caso, Marzán sentía más la llamada del pincel libre que los rigores del compás y la escuadra…
Tras haber residido en Florencia, Atenas y Barcelona, este madrileño nómada del color parece haber recalado desde 2017 en Luxemburgo, donde su talento ha encontrado además el apoyo institucional otorgándole el estatus de artista del Ministerio de Cultura en 2018. Desde entonces ha sido artista residente en el centro Schläiffmillen (2019-2021) e inauguró su primera exposición monográfica en la Kulturhaus Niederanven (2020).
Técnicas intemporales, como el óleo sobre lienzo o tabla y la acuarela sobre papel o el lápiz, se dan la mano en los últimos tiempos con experimentos espaciales en los que el lienzo coloreado, el propio universo del cuadro, se pliega sobre sí mismo para conformar un ente tridimensional. Es el caso de Forma y color (2022), su última instalación realizada durante un período de residencia artística en el centro cultural Neimënster y donde el artista afronta la necesidad de dialogar con los espacios exteriores de una antigua abadía rehabilitada de Luxemburgo proponiendo una suerte de apilamientos mórbidos, a modo de marcadores del terreno. Resulta relativamente sencillo encontrar resonancias de estos equilibrios de formas coloreadas en muchas de sus pinturas como Construir una montaña (2020) o Figuras danzantes (2021); Incluso sus formas animales y antropomórficas como Cabeza y caballo (2020) o La gran recapitulación (2019) están compuestas por este tipo de aglomeraciones, estableciendo un vínculo espiritual panteísta entre lo mineral y lo orgánico que atraviesa toda su obra. De ahí surge ese interés por confrontarla con la naturaleza, como sucede en la serie de fotografías Paisaje de 2020, precisamente el año en que la Covid-19 nos mantuvo confinados en nuestros hogares. Así pues, los hitos de Neimënster podrían ser una suerte de hongos festivos que fertilizan el espacio inerte del antiguo claustro y plaza… ¿o quizás se trata de una vía de reconciliación con la arquitectura? No es descabellado pues el túmulo, cairn o mojón constituye ese gesto primigenio y simbólico de reivindicación ante el paisaje, ensayo de lo que serán las grandes estructuras megalíticas del menhir y el dolmen, y creador de un espacio en torno ligado al movimiento y al rito, anterior al espacio interno que asociamos propiamente con el hecho arquitectónico.
Otro tema recurrente en la obra del artista es la cabeza humana; una cabeza-roca que esculpe brochazos en obras como Cabeza. Máquina de movimiento (2021) o que surge del ya mencionado procedimiento agregativo de aerolitos o coágulos de color en Bestia caótica (2021). Pero esta liberación de energía cromática que lo vincula a la herencia de posimpresionistas, nabis y fauvistas para entroncar con los expresionistas abstractos más atmosféricos y líricos, coexiste con un profundo interés por la contención exacta del retrato renacentista, la figuración distorsionada de Francis Bacon y la inocencia de Jean Dubuffet. Un balance entre pulsiones de orden y caos, abstracción y naturaleza que actúan como polos magnéticos generadores de las corrientes que alimentan su pintura. No es de extrañar que, entre sus coetáneos, mencione la obra de Adrian Ghenie, Jenny Saville, Cecily Brown o Marlene Dumas, igualmente transfronterizos.
Interpelado al respecto de sus nuevos rumbos, el autor tiene sentimientos contrapuestos, pues, por un lado, presiente cierto retorno a la figura, ya que «he forzado tanto la deconstrucción que inevitablemente acabas teniendo que volver a construir»; pero por otro tiene ganas de explorar la desmaterialización incorporando materiales de carga a sus pinturas, que las doten de mayor volumen. ¿Qué mágico universo surgirá de esta fértil contradicción? ¿Cabría incluso contemplar alguna aproximación a la creación de espacios envolventes o atmósferas en las que podamos habitar sus nebulosas de color? Lo que sí es seguro es que la mirada limpia de Marzán seguirá buscando conectar con lo profundo. Ese misterioso pez que se escurre entre mis manos para zambullirse en un mar de color. ■
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