La pintura de Sandra Dooley (1964) posee esa inocencia que suele perderse en la vida adulta. Su público primero e inmediato son las personas que le rodean; refleja la artista esa red protectora que envuelve las buenas relaciones, los lazos familiares y amistosos. Se ve en ella un amor innato a la naturaleza y un cariño profundo a los animales domésticos. Entre los gatos y los niños que pueblan sus cuadros se respira una atmósfera femenina e íntima. Se trata de una obra colmada de bondad y franqueza, esa transparencia se agradece en un mundo cada vez más artificial, saturado de poses y apariencias. Estamos ante una artista sin afeites, libre de la esclavitud competitiva del ego y contundente por su autenticidad.
En una obra de arte hay, principalmente, tres motivos por los que podemos admirar a su autor, uno de ellos es su inteligencia, aspecto en el que destacan innovadores como Joseph Beuys o Ana Mendieta; en esos casos es el pensamiento implícito en el discurso lo que realmente nos asombra, a diferencia de otros productos artísticos en los que destaca más la habilidad técnica, como en el trabajo de los hiperrealistas o los artistas ópticos. El tercer motivo al que me refiero, más allá de la mano y el cerebro, está en el corazón, es decir, en la capacidad que tienen artistas como Klee o Chagall de tocar nuestra sensibilidad hasta el punto en que tanto la técnica como las ideas quedan en segundo plano. Se prioriza el estímulo espiritual y entramos en ese mundo inconmensurable, intraducible al verbo, que prevalece en la obra de Sandra.
Sus cuadros contienen estas tres virtudes que señalamos, hay en ellos mucho de inteligencia y de eficiente realización formal, pero lo que más destaca es el valor humano que emana de ellos, la profunda y sabia belleza que nos trasmiten por su sencillez y pureza. Es esta humildad y sinceridad lo que más seduce al espectador común, porque comunican con él sin mirarlo desde arriba, y al mismo tiempo seducen al espectador especializado que, hastiado de tantas explicaciones, prefiere recomponer sus atrofiados sentidos, esos que se dañaron de tanto buscar «la quinta pata al gato» cada vez que intentaba «entender» una obra.
Sus texturas de papel, sus encajes, sus diversos trozos de tela, arman en forma de collage un mundo tierno, sugerente, anecdótico, lleno de irregularidades e imprecisiones que le aportan un sabor naive, pero aunque sea autodidacta no se trata de una pintora «primitiva», de ser así entonces también habría que denominar primitivos a pintores como Modigliani, Chagall, Matisse… y a gran parte de los expresionistas.
Hay mucha profesionalidad en su trazo, suficiente seguridad en la forma que estampa el color, en la manera de entrelazar sus texturas, como para hablar de una ingenuidad absoluta. Su paleta es más que profesional, sus composiciones son equilibradas y complejas por contener en muchas ocasiones varios personajes a la vez, y la forma de representar la figura humana demuestra que ha captado las enseñanzas de las vanguardias.
En la gracia con que alterna las inclinaciones de sus figuras están presentes las composiciones onduladas de Matisse, aquellas combinaciones que armonizaban como melodías (sus músicos, su danza…), unir las cejas a la nariz en un mismo trazo es un recurso también utilizado por artistas de la talla de José Luis Cuevas y hasta por el mismo Picasso, y si vemos las representaciones de las manos nos damos cuenta que hay bien poco de naive en ellas, más bien se emparentan (en ocasiones) con la manera de pintarlas de Max Beckmann, con dedos que suelen aparecer escalonados y con el pulgar a manera de pinza. En sus retratos suele inclinar dulcemente la cabeza de la figura representada, que puede ser la de una mujer y una niña al mismo tiempo.
Sandra actúa con plena consciencia, se emparenta con los artistas «primitivos» en el sentido de la inmediatez -y la pureza- que reside en este tipo de representación, pero al mismo tiempo extrae los recursos heredados de la Historia del Arte en su etapa más revolucionadora y edifica un mundo de amabilidad y candidez que añoramos. Su transparencia, contenedora de una muy poco común humildad, encanta al espectador y lo impulsa a convertirse en comprador. Porque el público general no anda tan perdido como creen los especialistas desde sus élites. Existe, entre la gente no especializada en arte, mucha más sensibilidad y capacidad de apreciación de lo que nos han hecho creer.
Los espectadores se acercan a los cuadros de Sandra seducidos precisamente por su transparencia, por esa ausencia de engaño. Saben que no les están pasando «gato por liebre» y que eso que están mirando tiene un valor propio y no condicionado por agentes externos. Sus cuadros les gustan porque son hermosos y no porque algún crítico se los haya «explicado».
Estamos frente a una artista que goza de paz interna, que posee la sabiduría de la sencillez. La naturaleza, la vida cotidiana, los sueños… son propiedades esenciales de su obra, de ahí se desprende esa felicidad, esa sensación de plenitud que nos trasmite.
Ver versión digital en el siguiente enlace o adquirir ejemplar impreso de alta calidad en nuestro Kiosco Artepoli