Juan Carlos Verdial; entre lo onírico y lo real

Por: Ángel Alonso

Tiempo de lectura: 3 min

Maravillarse ante el hielo contemplándolo por primera vez, como sucede en Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez, puede parecer un acto absurdo, pero es totalmente posible en un pueblo como Macondo, representativo de la precariedad e ingenuidad de la vida rural latinoamericana. En el «nuevo continente» lo realista es surrealista para el europeo; esto sucede desde antes del surgimiento de ese movimiento artístico, ocurre desde que los conquistadores confundieron manatíes con sirenas.

La obra de Juan Carlos Verdial Soltura (La Habana, 1957) se alimenta de su realidad mucho más de lo que a primera vista pueda parecer. Aunque estamos ante un derroche de imaginación sus pinturas se mueven entre lo onírico y lo real. La etiqueta de surrealista no alcanza para describir la profundidad de su labor. 

Bretón definió el surrealismo como «un mecanismo hacia un mundo mental de posibilidades infinitas». Esta tendencia artística se extendió por Latinoamérica y se ha desarrollado con más calidez y humor, una gracia diferente a aquella hilaridad refinada y «elevada» de sus primeros exponentes, me refiero a una comicidad bastante más informal y hasta jocosa. Y no porque el llamado «nuevo mundo» no hubiese pasado por dos guerras mundiales sino porque al parecer no hay espacio en él para la solemnidad.

Llamar surrealismo a lo que encontró Buñuel en México es una interpretación occidental de algo que ya existía antes, como la fiesta de los muertos, por ejemplo. Frida decía que ella no pintaba sus sueños, sino su realidad; pareciese que para hacer surrealismo en Latinoamérica habría que observar más el escenario real que el onírico; lo que nos pasa en la vida diaria en vez de en «el mundo de los sueños».

Verdial bebe de este movimiento pero lo filtra de su insularidad, están presentes en sus cuadros el mar caribeño, los peces, el zun zún y otros elementos que nos ubican rápidamente en su zona geográfica, que nos trasmiten el dinamismo y la intensidad del trópico. Es la mujer la protagonista de la gran mayoría de sus cuadros y esta aparece representada como eje de belleza y espiritualidad; los hombres, las pocas veces que salen a escena, suelen estar personificados como minotauros o mezclados con otros animales, hacen el papel negativo de sus cuentos y realzan por contraste la belleza femenina y su sensualidad. 

Este tipo de representación, antes muy aceptada, resulta muy valiente mantenerla ahora, considerada «políticamente incorrecta» por más de un extremista que considera una agresión a la inteligencia de la mujer destacar su belleza. Ante cualquier prejuicio el artista se crece con su descomunal destreza, un virtuosismo capaz de seducir, como el flautista de Hamelin, hasta a la más inmunda de las ratas y nadie -¡nadie!- queda inmune para reconocer su imponente obra de la que no podemos apartar la mirada una vez que nos atrapa.

Su surrealismo personal resulta más que latinoamericano muy cubano; además de estar presente la bandera de su país trata el color del mar con el azul que lo caracteriza en esa zona geográfica. Está presente ocasionalmente la palma real, suele pintar el faro de El Morro y en el tratamiento de los rostros se descubre un tipo de mirada que se asocia con su gente. 

Si originalmente el surrealismo se basaba en el «automatismo psíquico», es decir en no pensar sino dejar fluir el pensamiento inconsciente, aquí estamos ante el caso contrario, pues se trata de cuadros muy conscientes; desde en el diseño hasta en la elección del motivo a pintar veo una intencionalidad total, una simbología muy estudiada, con precisas codificaciones como para que el espectador se dirija al terreno que el artista quiere en su interpretación. Y claro que no es literal, claro que es polisémico, pero es como si del otro lado de las mil interpretaciones posibles Verdial tuviese en una sola mano la otra punta de los mil hilos. 

Este pensamiento me lleva a concluir que su obra, aunque utilice mecanismos de cierta zona del movimiento surrealista, aunque siga ciertos patrones heredados de algunos de sus representantes, rebasa esta condición para convertirse en un discurso mucho más comunicativo y conectado con su realidad, con su contexto, con su cultura.