Yula Ivanovna. Tintando el mundo entre lo real y lo imaginario

Por: Osvaldo Moreno (Ovidio Moré)

Ha sido el dibujo, sin lugar a duda, la piedra angular de la pintura a lo largo de su historia. Tras una obra admirable siempre hay un dibujo admirable. ¿Quién no tiene en la memoria los bocetos, estudios o esbozos de Leonardo, de Rafael o Durero para sus ulteriores creaciones? Pero él, el dibujo por sí solo, es un arte con mayúscula. Brueghel El Viejo, Kubin, Doré, Escher, Schieler o Picasso dieron buena cuenta de ello. Cada uno de estos artistas supo sacar partido a su talento, definir un estilo y destacar en su época.

En el caso de la artista que aquí reseñamos, el dibujo le es intrínseco, forma parte de su ADN como la adenina o la citosina. La capacidad de Yula Ivanovna para dibujar es impresionante. No sólo hay belleza, exactitud y pulcritud en el trazo y un realismo casi fotográfico, sino que hay magia, una magia que se desprende de la capacidad fabuladora de la artista, de su forma de mirar, de observar el mundo que le rodea. Los trabajos de Yula, además de estar técnicamente logrados, narran historias que están ahí, latentes, a la espera de ser decodificadas. Al realismo de sus trabajos hay que sumarle ese discurso metafórico con que logra, al decir de Samuel Taylor Coleridge, suspender la incredulidad, porque como reza la conocida frase de Aristóteles: «Una imposibilidad probable es preferible a una posibilidad improbable». Hay una cuota de surrealismo en muchos de sus trabajos, una pizca que le da el punto de cocción exacto para que todos los elementos cuajen.

Yula se ha especializado en el dibujo con bolígrafo Bic, tanto de tinta azul como de tinta negra, y con él logra obras extraordinarias, como si esculpiera en el papel o en el lienzo la figuras y las dotara de vida, para ello se sirve también de resinas y de acrílicos. Obras como Demencia, La Morte (Finalista del certamen Ciutat de Barcelona) o El dolor que no se ve (hasta cierto punto herederas de esa maravillosa etapa negra de Goya o del ya antes mencionado Alfred Kubin), son ejemplos del dominio de esta técnica y, además, son portadoras de una paradójica cualidad, porque elementos como la angustia, el dolor, la tenebrosidad o lo fantasmagórico, en manos de Yula quedan retratados con una belleza inusitada, una belleza que haría las delicias de ese grande del cine que es Tim Burton. También hay en su hacer obras con un toque trasgresor, obras que muestran el mundo underground del fetichismo y de las tendencias sexuales alternativas, es el caso de los dibujos titulados Lamiendo la mano de su ama (Primer premio de pintura Nadal 2019 del Reial Cercle Artistic de Barcelona), Sibila y Silvia e Iván, inspirados en la obra fotográfica de Ferrán Descarrega, a los que Yula logra imprimir su particular sello y nos muestra abiertamente y con respeto un tema que, a día de hoy, sigue siendo algo tabú para la sociedad. En estas obras opta por una paleta sobria donde el negro y el dorado complementan el mensaje.

También, en un registro totalmente distinto, entre lo lírico y lo mítico, nos seduce con obras como Al despertar o El Venus (sendos desnudos masculinos); y siguiendo esta misma tónica, pero aderezándolos con aquella pizca de surrealismo que mencionaba al principio, tenemos a Sueños lejanos y Corazón frío (esta última primer premio de pintura Madame Butterfly del Gran Teatro Liceu de Barcelona), que comparten abanico cromático y donde el color azul lleva la voz cantante.

En otros trabajos la artista utiliza la contraposición en un juego de antónimos, de enemigos íntimos, de unidad y lucha de contrarios, con los que crea un discurso, podríamos decir, sin temor a equivocarnos, poético. En Madre, por ejemplo (un hermoso retrato de una anciana) la artista nos la presenta con una rosa en la mano, lo que remarca y hace énfasis en la dualidad entre la senectud de la madre y la lozanía de la flor, esa misma flor que el tiempo luego irá marchitando poco a poco de la misma manera que se ha ido marchitando la protagonista del dibujo, sin embargo, esta última sonríe, y hay un brillo especial en su mirada, como si estuviera satisfecha de la vida que ha tenido. En Sanctus Patrunus, un dibujo en gran formato, nos muestra la fuerza, la rudeza de un fornido padre en contraposición con la ternura y la delicadeza del bebé que porta en su regazo. Este trabajo me gusta a sobremanera, porque Yula, tal vez sin proponérselo, rompiendo estereotipos, nos recuerda que la humanidad nos es inherente a todos; cada persona, independientemente de su look, raza, religión, etc., es un ser humano con la capacidad de amar. Todos tenemos un corazón. El hábito, como bien reza el refrán, no hace al monje. En otra obra: Caballo blanco, Caballo Azul, la metáfora la establece la confrontación de dos torsos equinos en postura rampante. Como si de una carta de la baraja se tratara Yula utiliza la imagen del caballo, un animal con una rica y variada simbología en disímiles culturas, sinónimo de fuerza, de pujanza, rebeldía y, a su vez, de nobleza, libertad, gracia o belleza, y nos lo ofrece en un dibujo con una marcada similitud al símbolo del ying y el yang. Esotéricamente el caballo negro simboliza la noche y el misterio; el blanco el día y la iluminación. De nuevo la confrontación dualista queda vigente.

En La mano que todo lo ve, excelente obra donde su destreza para el dibujo queda patente, también encontramos implícita esa necesaria cuota de surrealismo. Un gran ojo observa, vigila insomne desde la magnificencia de su acabado hiperrealista, como si fuera el Gran Hermano de Orwell, pero hay una mano de menor proporción que logra alzarse tímidamente, sin violencia, y meter el dedo en la gran superficie ocular. Es ella la que en verdad observa y advierte: ¡Ojo, estoy aquí¡ ¿Quizás otra representación de la lucha entre un nuevo David y un nuevo Goliat en esta sociedad globalizada en la que vivimos completamente vigilados, donde el poder (y hasta la misma tecnología) nos acecha? La metáfora está servida; las lecturas son variadas. Como decía, hay una historia latente esperando ser descifrada. No vamos a desvelar el misterio, es parte del encanto del arte, cada cual ha de sacar sus propias conclusiones. Lo que es indudable es la pericia de Yula para contarnos esta historia, sea cual fuere, y hacerla palpable, tangible, y servírnosla para deleite (y nunca mejor dicho) de nuestros ojos.

Yula Ivanovna es natural de Bielorrusia pero radica en España desde hace años. Ha estudiado pintura, dibujo y también otras técnicas artísticas como el grabado, la aerografía, la pintura japonesa nihonga y el tatuaje. Pinta iconos y crea hermosos mosaicos al estilo bizantino; también se ha desempeñado como muralista. Es miembro del Reial Cercle Artístic de Barcelona. Ha participado en un sinnúmero de exposiciones tanto personales como colectivas en España y en el extranjero, y ha sido merecedora de varios premios a lo largo de su trayectoria.

Yula Ivanovna ha nacido para el dibujo y el dibujo ha nacido para Yula Ivanovna, es para ella como otro hijo; lo cuida, lo mima, lo dota del cariño necesario para que crezca de sus manos: sano, robusto, adulto, hermoso, imaginativo y locuaz. En él esta artista ha encontrado su mejor catarsis y así va tintando el mundo entre lo real y lo imaginario.